–¡Te repito que no
pienso volver a esa casa de mierda! ¡Que me dejes en paz! ¡Aquí la única loca
eres tú!
–¡Sólo te intento
ayudar, hija mía!
Harald Christensen
observaba distraído la discusión entre madre e hija mientras garabateaba trazos
inconexos y abstractos en un folio blanco inmaculado. A pesar de su corta edad,
se había convertido ya en uno de los psicólogos más reputados del país. El
problema de la joven Karen era que se veía obligada a vivir junto a su madre
viuda y a sus cuatro hermanos menores en una cabaña perdida en lo profundo del
bosque, aislada por completo del mundo, cuando el crecimiento de su cuerpo ya
le estaba pidiendo asfalto, madrugada, luces de neón y sábanas revueltas. El
diagnóstico era fácil. No era otra cosa que un intento de llamada de atención y
la incapacidad de superar la pérdida de su padre. Un caso más, tan similar a
tantos otros.
Harald tenía su
consulta médica en el barrio de Frederiksberg, en la parte occidental de
Copenhague. Pulmón verde de la ciudad, salpicado de chalets unifamiliares en un
entorno tan bucólico como exclusivo.
La sala rezumaba
tranquilidad. El ambiente era sereno y confortable. Aseguraba la privacidad y
la seguridad. En sus paredes de tonos claros se reflejaba la suave e inofensiva
luz de los últimos atardeceres estivales, que entraba por unos grandes
ventanales abiertos de par en par por donde se colaba una leve brisa cada vez
más fresca, pero aún agradable, bañada en aromas a hierba mojada. Dos
imponentes abetos blancos se erguían, como dos centinelas, al otro lado del
cristal.
La habitación era
diáfana, pero cálida. Una vez cruzabas el umbral de su puerta, te recibía una
mesa de roble americano barnizada, con varias carpetas perfectamente colocadas
sobre ella. Justo detrás, una librería humilde donde se entremezclaban
volúmenes sobre psicología, terapias y conductas con revistas de actualidad
sobre naturaleza y viajes. La alfombra invitaba a descalzarse y a sentir el
relajante roce que otorgaba la felpa de pelo largo en las plantas de los pies.
Bajo los ventanales, un chaise longue de terciopelo rosa te
acogía y te acunaba con la misma suavidad que el abrazo de una madre primeriza.
Nacido en el seno de
una familia adinerada y con tradición en la medicina mental, tuvo que soportar
una enorme presión desde niño. Siempre se le exigían las mejores notas, los
mejores expedientes. Tenía que estar a la altura que su apellido exigía.
Estudió y se doctoró en las mejores universidades del mundo. Nunca le faltó de
nada. Opulencia y riqueza opresivas. Hoy tiene renombre, fama y dinero. Pero no
es feliz. Ni triste. Sencillamente no siente nada. Ha levantado una muralla
rodeada de un foso lleno de fieras mitológicas y se ha vestido con coraza y
cota de malla medievales. Ha sido su mecanismo de defensa para sobrevivir a su
existencia y a los problemas de las vidas que acuden a buscar socorro en él.
El portazo de Karen le
sacó de su ensimismamiento. Había salido llorando y gritando que nunca más
volvería allí. Realmente la niña no necesitaba para nada ese tipo de ayuda.
Hacía tiempo que no prestaba atención a sus lamentos. Por lo único que la
seguía citando era para verse con Aneka, su atractiva madre. Por fin les había
dejado a solas…
Tenían relaciones
sexuales gélidas. Matemáticas. Asépticas. De corbata puesta y camisa sin
arrugas. Pero ella era tan solo otra más de tantas mujeres. Nunca supo ni pudo,
ni seguramente quiso, entablar una relación seria. Siempre le acaban
recriminando una extrema frialdad, distanciamiento o dejadez incompatibles con
el amor.
Una vez finalizado el
coito y el papeleo del día, Harald cierra con cuatro vueltas la cerradura de
máxima seguridad de su consulta, monta en su vehículo de alta gama y conduce
hasta el centro de la ciudad. Aparca en su plaza de garaje, monta en el
ascensor de botones dorados y asciende hasta la última planta del inmueble, al
ático, donde se encuentra su vivienda. Es un loft de lujo, no especialmente grande, pero más que suficiente para
una única persona. Dispone de todo lo último en tecnología y comodidad. La
cocina inteligente ha preparado su cena favorita, unas frikadeller de carne de cerdo picada con patatas cocidas, col y
lombarda. En la nevera encuentra una cerveza de su marca preferida y un vaso
frío donde verterla. El sofá de cuero le recibe con una placentera comodidad.
Por los altavoces multifunción de sonido envolvente silban los primeros acordes
de su canción favorita. Echa un vistazo rápido a la pantalla digital del sensor
de temperatura, que indica que en el interior de la casa es de 22´5°C. Se
acerca hasta la puerta que da paso a una amplia terraza azulejada, desde donde
se domina todo el corazón de la urbe, que, decenas de metros más abajo, corre a
toda prisa bajo el manto de la noche cerrada.
Cierra los ojos.
Suspira con desazón mientras intenta deshacerse de su panoplia de caballero
impertérrito. Pero es imposible. Su armadura es inquebrantable. No percibe los
miedos ni las tribulaciones. Pero la amistad, el afecto o el cariño también
resbalan por su piel sin explorar ninguno de sus poros.
Se sube a la estrecha
cornisa de ladrillo visto, danzando entre el mundo real y la ensoñación. Una
farola parpadea asustada al final de la calle. Su último pensamiento fue que
ojalá hubiera vivido él en una cabaña perdida en lo profundo del bosque.
Óscar
Gutiérrez©
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