lunes, 18 de octubre de 2021

PERCEPCIONES ESPACIALES OPUESTAS

 



 Si la mente humana ya es complicada y misteriosa de por sí, en edad adolescente, esa complejidad se multiplica. El paso de gigante sin retorno que supone la pubertad es algo así como un seísmo diario dentro de esos jóvenes cerebros aún lejos de su pleno desarrollo y madurez. Y ante los nuevos desafíos y obstáculos que van apareciendo en su vida diaria, pueden caer con relativa frecuencia en el estrés, la ansiedad o la depresión.

–¡Te repito que no pienso volver a esa casa de mierda! ¡Que me dejes en paz! ¡Aquí la única loca eres tú!

–¡Sólo te intento ayudar, hija mía!

Harald Christensen observaba distraído la discusión entre madre e hija mientras garabateaba trazos inconexos y abstractos en un folio blanco inmaculado. A pesar de su corta edad, se había convertido ya en uno de los psicólogos más reputados del país. El problema de la joven Karen era que se veía obligada a vivir junto a su madre viuda y a sus cuatro hermanos menores en una cabaña perdida en lo profundo del bosque, aislada por completo del mundo, cuando el crecimiento de su cuerpo ya le estaba pidiendo asfalto, madrugada, luces de neón y sábanas revueltas. El diagnóstico era fácil. No era otra cosa que un intento de llamada de atención y la incapacidad de superar la pérdida de su padre. Un caso más, tan similar a tantos otros.

Harald tenía su consulta médica en el barrio de Frederiksberg, en la parte occidental de Copenhague. Pulmón verde de la ciudad, salpicado de chalets unifamiliares en un entorno tan bucólico como exclusivo.

La sala rezumaba tranquilidad. El ambiente era sereno y confortable. Aseguraba la privacidad y la seguridad. En sus paredes de tonos claros se reflejaba la suave e inofensiva luz de los últimos atardeceres estivales, que entraba por unos grandes ventanales abiertos de par en par por donde se colaba una leve brisa cada vez más fresca, pero aún agradable, bañada en aromas a hierba mojada. Dos imponentes abetos blancos se erguían, como dos centinelas, al otro lado del cristal.

La habitación era diáfana, pero cálida. Una vez cruzabas el umbral de su puerta, te recibía una mesa de roble americano barnizada, con varias carpetas perfectamente colocadas sobre ella. Justo detrás, una librería humilde donde se entremezclaban volúmenes sobre psicología, terapias y conductas con revistas de actualidad sobre naturaleza y viajes. La alfombra invitaba a descalzarse y a sentir el relajante roce que otorgaba la felpa de pelo largo en las plantas de los pies. Bajo los ventanales, un chaise longue de terciopelo rosa te acogía y te acunaba con la misma suavidad que el abrazo de una madre primeriza.

Nacido en el seno de una familia adinerada y con tradición en la medicina mental, tuvo que soportar una enorme presión desde niño. Siempre se le exigían las mejores notas, los mejores expedientes. Tenía que estar a la altura que su apellido exigía. Estudió y se doctoró en las mejores universidades del mundo. Nunca le faltó de nada. Opulencia y riqueza opresivas. Hoy tiene renombre, fama y dinero. Pero no es feliz. Ni triste. Sencillamente no siente nada. Ha levantado una muralla rodeada de un foso lleno de fieras mitológicas y se ha vestido con coraza y cota de malla medievales. Ha sido su mecanismo de defensa para sobrevivir a su existencia y a los problemas de las vidas que acuden a buscar socorro en él.

El portazo de Karen le sacó de su ensimismamiento. Había salido llorando y gritando que nunca más volvería allí. Realmente la niña no necesitaba para nada ese tipo de ayuda. Hacía tiempo que no prestaba atención a sus lamentos. Por lo único que la seguía citando era para verse con Aneka, su atractiva madre. Por fin les había dejado a solas…

Tenían relaciones sexuales gélidas. Matemáticas. Asépticas. De corbata puesta y camisa sin arrugas. Pero ella era tan solo otra más de tantas mujeres. Nunca supo ni pudo, ni seguramente quiso, entablar una relación seria. Siempre le acaban recriminando una extrema frialdad, distanciamiento o dejadez incompatibles con el amor.

Una vez finalizado el coito y el papeleo del día, Harald cierra con cuatro vueltas la cerradura de máxima seguridad de su consulta, monta en su vehículo de alta gama y conduce hasta el centro de la ciudad. Aparca en su plaza de garaje, monta en el ascensor de botones dorados y asciende hasta la última planta del inmueble, al ático, donde se encuentra su vivienda. Es un loft de lujo, no especialmente grande, pero más que suficiente para una única persona. Dispone de todo lo último en tecnología y comodidad. La cocina inteligente ha preparado su cena favorita, unas frikadeller de carne de cerdo picada con patatas cocidas, col y lombarda. En la nevera encuentra una cerveza de su marca preferida y un vaso frío donde verterla. El sofá de cuero le recibe con una placentera comodidad. Por los altavoces multifunción de sonido envolvente silban los primeros acordes de su canción favorita. Echa un vistazo rápido a la pantalla digital del sensor de temperatura, que indica que en el interior de la casa es de 22´5°C. Se acerca hasta la puerta que da paso a una amplia terraza azulejada, desde donde se domina todo el corazón de la urbe, que, decenas de metros más abajo, corre a toda prisa bajo el manto de la noche cerrada.

Cierra los ojos. Suspira con desazón mientras intenta deshacerse de su panoplia de caballero impertérrito. Pero es imposible. Su armadura es inquebrantable. No percibe los miedos ni las tribulaciones. Pero la amistad, el afecto o el cariño también resbalan por su piel sin explorar ninguno de sus poros.

Se sube a la estrecha cornisa de ladrillo visto, danzando entre el mundo real y la ensoñación. Una farola parpadea asustada al final de la calle. Su último pensamiento fue que ojalá hubiera vivido él en una cabaña perdida en lo profundo del bosque.

 

Óscar Gutiérrez©

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