La
ventisca es tremenda y parece que el tiempo empeora; nubarrones negros se
acercan a gran velocidad por el oeste y grandes goterones empiezan a caer,
limitando, más aún, la visibilidad. Y a usted, ¿quién le ha dado vela en este
entierro? —pienso, dirigiendo la vista al cielo.
Hace
un rato que la espero; la intuyo, pero me cuesta verla venir. Me retiro con la
mano el pelo chorreante de agua y viento que me cubre la cara y… ¡ahí está! Se me
acelera el corazón. Durante unos segundos, la observo. —¿Viene hacia mí?—, me
pregunto. Sí, me ha visto. La veo acercarse, cada vez más hermosa, más grande,
más fiera. El corazón se me pone a mil.
Voy
hacia ella, busco sus fauces y me giro; parece que huyo, pero no, no huyo; sonrío,
esprinto para coger su paso y ¡vamoooos! Me voy con ella. Me deslizo a gran
velocidad, ¡qué maravilla! De repente, parece darse cuenta de que no va sola y
se lanza a devorarme, persiguiéndome, rompiendo con fuerza tras de mí. Acelero
y, en el último momento, cuando sé que todo acaba, me enfrento a ella, doy un
rulo final y, sin remedio, me engulle. Apenas unos segundos después, emerjo entre
la espuma, sonriente, triunfal. La tormenta ya no parece estar ahí, al menos
para mí. Me giro, miro al horizonte y vuelvo a entrar.
Almudena Pascual©
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