martes, 18 de enero de 2022

EL PATITO FEO

 


 

El zapato izquierdo le apretaba. No importaba que fuera de fina piel y hecho a medida. Llevaba años con todo lo que tocaba su cuerpo hecho a medida. Siguió caminando. Pisaba con seguridad. Estaba acostumbrada a sentir cómo la gente volvía la cabeza para admirarla. Algunos, por seguir la estela de su empalagosa fragancia: un perfume único, también elaborado para ella. El vestido verde agua, de seda, le llegaba justo por encima de la rodilla, ajustado como una segunda piel. Contoneaba sus cincuenta y cinco kilos con tanta gracia que parecía una bandera. De manga larga, una gasa sutil cubría su escote a modo de prodigiosa telaraña. Sujetaba su moño con una delicadísima y larga aguja de plata rematada en marfil. Solo se apreciaban sus cuidadas manos, y la piel de sus piernas morenas, mil veces tratadas, lucían radiantes, salvo por una larga y fina cicatriz que le rodeaba el tobillo izquierdo, asemejando una pulsera.

Se paró en la acera frente al hotel, levantó la vista y tembló por dentro. Siempre que temblaba lo hacía por dentro, lo había aprendido. Entró y, antes de subir a la planta doce, se sentó un momento en una butaca del vestíbulo e intentó serenarse. Cerró los ojos y recordó lo ocurrido hacía catorce años, justo los mismos que ella tenía entonces. Estaba en la parte trasera de la casa, dando de comer a las gallinas, tatareando una vieja canción rusa que les cantaba su abuela cuando eran pequeñas. Escuchó el ruido de un motor, para ella desconocido, y voces de hombres. Entró al gallinero para mirar por una pequeña ventana lateral, a ver quiénes venían a su casa tan temprano. Eran tres hombres: dos jóvenes y otro algo mayor. Nunca olvidaría que a aquella ventana le faltaba un cristal y estaba astillada en una esquina: una pedrada de su amigo Kolia, jugando hace un tiempo. Lo que vio quedó grabado a fuego en su alma: su padre, discutiendo con esos hombres, aterrado; el más joven, sacando una navaja y clavándosela a su padre repetidamente en el pecho, hasta que lo vio caer, inerte. Su perro aullaba. Los vio entrar en la casa, sin prisa. Oyó los alaridos de su madre, y luego el silencio.

Salió despacio y cruzó, sigilosa, el trecho hasta la pared trasera, a donde daba la habitación que compartía con su hermana. Subió con cuidado por la vieja escalera de madera. Apenas asomó la cabeza para ver el infierno. Su hermana estaba cruzada en la cama con la cabeza en una extraña posición; no se movía; entre sus piernas, un reguero de sangre, y tres salvajes dando risotadas y subiendo las cremalleras de sus pantalones. Aturdida, comenzó a bajar, pero la escalera crujió. Antes de llegar al suelo, el más joven ya estaba debajo. Lanzando un alambre de púas, le enlazó el tobillo y tiró de ella. Se divirtieron de lo lindo arrastrándola por el corral. Luego, así enganchada del pie izquierdo, la tiraron dentro de la furgoneta. Vieja y maloliente. Parecía buena mercancía, lástima que con la hermana mayor se les hubiera ido la mano. La madre no contaba. Esta niña tendría buen precio en el mercado, era un fantástico ejemplar y no la habían tocado. Se irguió en la butaca, se sacudió el vestido y llamó al ascensor. El botones, con la boca abierta, la acompañó hasta la habitación 121. Llamó suavemente y desapareció. Casi al momento, un hombre de unos cuarenta años, de aspecto impecable con su traje caro, abrió la puerta. Quedó ensimismado mirando a la mujer. La mesa estaba puesta. Sirvió dos copas de champagne. Se conocían hacía unos meses, pero ésta era su primera cita íntima. Fue encantadora, dulce y misteriosa. En un determinado momento, cuando se acercó para tomarla y bailar, ella se quitó, sin prisa, su precioso alfiler y dejó caer su larga melena. Torpemente, tropezó con el hombre. Él sintió un pequeño calambre en el pecho, pero se enderezó y comenzó el baile, muy lento. Cuando él tuvo que sentarse al cabo de unos minutos —no se encontraba bien–, vio la mirada de ella. El cambio de su expresión, el odio más visceral en sus ojos. Le mostró su tobillo lastimado y el largo alfiler de plata que se volvía a colocar, recogiendo su pelo, pero que antes dejó caer una gota carmesí en la palma de su mano. Su corazón se desangraba, ahora lo sabía; su muerte sería lenta pero segura. La mujer solo murmuró: eres el último.

Se cerró la puerta suavemente y un taconeo ligero sonó en el pasillo.

 

 REMEDIOS LLANO PINNA©

 ENERO 2022

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