Harold J Campbell, uno
de los hombres más poderosos e influyentes del Estado, empataba con su
contrincante en las encuestas. Dependía de cualquier accidente o capricho del
destino el que la balanza se decantara por uno u otro para ganar las próximas
elecciones a gobernador de Carolina del Sur.
Las plantaciones de
algodón de los Campbell se extendían varias millas en torno a su lujosa
mansión, atendida por criados negros encantados de dejar los campos algodoneros
para servir cómodamente, a la sombra y elegantemente vestidos: ellos, con
levita y guantes blancos; ellas, con vestido largo azul, y delantal y lazo Katiusha,
ambos blancos y con chorreras.
Samantha, la única hija
del matrimonio Campbell, era una encantadora damita sureña, pura sangre heredada
de dos antiguas familias de ascendencia inglesa educadas en Eton y Harrow. Terminada
su formación escolar en el mejor colegio del sur para señoritas, era ahora la jovencita
más admirada en las reuniones y banquetes de la alta sociedad. Pero ningún
pretendiente complacía a la rosa más codiciada del sur, que soñaba con un
príncipe azul a semejanza de los de las historias románticas que leía.
Y el príncipe llegó, si
no azul, sí gris. El joven oficial William McAllum, teniente de Artillería del
Ejército de los Estados Confederados de América, hijo de un general héroe de la
guerra y gran amigo del señor Campbell, asistió a una celebración en la mansión
de éste. El guapo y apuesto militar, con su flamante uniforme gris, levita de
doble botonadura con fajín, cuello rojo como correspondía a su condición de artillero,
dorados en las bocamangas, sombrero de ala levantada con adornos de latón y
plumas de avestruz de colores y sable al cinto, conquistó enseguida el corazón
de Samantha Campbell. Se convirtieron en la pareja del año y su boda fue un
grandísimo acontecimiento social.
Ahora, a punto de dar a
luz, Carolina del Sur hervía de expectación por conocer el sexo de la criatura.
La inminente abuela, madre de Samantha, deseaba una niña, que sería –sin duda,
dado el pedigrí del pichón– la más hermosa y angelical del mundo, y planeaba
compras de vestiditos, zapatitos y muñequitas en las mejores tiendas de
Charleston. Por el contrario, el inminente abuelo anhelaba, con no menor fervor,
que fuera un varón, que recibiría la mejor formación empresarial y le sucedería
en la dirección de su gran imperio de exportación de algodón. ¿Sería niño o sería
niña? That was the question. Ese y no
otro era el tema de conversación preferido en las tertulias y sobremesas.
En la sala de partos, el
apuesto teniente secaba amorosamente el sudor de la frente de su esposa y le sujetaba
la mano para transmitirle ánimo. También él ansiaba conocer el sexo de su descendiente,
aunque, por quedar bien con todos, no había manifestado su preferencia. Ahí
estaba ya el bebé, pujando por salir a la vida. Con un esfuerzo supremo, la
mujer apretó y la criatura coronó: una pequeña cabecita… negra como el carbón,
con un cabello sorprendentemente largo, azabache, ensortijado, pringoso, pegado
al cuero cabelludo. El teniente de Artillería del Ejército Confederado,
ojiplático, cayó al suelo, como fulminado por un rayo: infarto de miocardio,
tipo 1. Estaba muerto antes de que la criatura sacara los pies del vientre de
Samantha.
El señor Campbell era
un pragmático y cogió inmediatamente las riendas de la situación. Amenazaban tiempos
turbulentos: los negros ya votaban y su voto sería decisivo. Hizo de la
necesidad virtud y puso en marcha su potente maquinaria de influencias,
presiones y sobornos. Cerró a cal y canto la planta del hospital y se mantuvo
en el mayor secreto el contubernio que allí tuvo lugar.
Transcurridos tres
días, la prensa, agolpada al pie de la escalinata de la entrada, pudo informar a
placer de la aparición de la ahora viuda Samantha, acompañada de sus padres y
dos enfermeras que llevaban en brazos a sendas criaturas: un angelito
blanco, que oficialmente fue presentado como el hijo legítimo, y un angelito negro, al cual habían decidido “adoptar”
para que, ya desde el primer día, crecieran juntos como fraternales hermanitos,
y demostrar así a los nuevos votantes negros del Estado que los Campbell creían
en la igualdad entre las razas, y que el abuelo Campbell era el político que necesitaban
los nuevos aires de libertad que soplaban en Carolina del Sur. Ni que decir
tiene que ganó holgadamente las elecciones y se convirtió en el flamante nuevo
gobernador del Estado.
Entretanto, en un pueblo
marginal del vecino estado de Georgia, una joven madre soltera, rubia, de piel
blanquísima y pobre de solemnidad, se frotaba las manos sin entender por qué le
habían dado tanto dinero por su recién nacido bebé, cuando lo hubiera dado
gratis en adopción si se lo hubieran pedido.
Pasaron los años y los dos
angelitos crecieron. Y cada vez más
moscas se apostaban tras las suspicaces orejas sureñas, y una prodigiosa
telaraña de dimes y diretes se tejió por la ribera este del río Savannah: ¿no
resultaba curioso que ese niño negro tuviera una sonrisa tan deliciosamente
parecida a la de su madre adoptiva?;
¿no era sorprendente que ese niño, tan oscurito él, tuviera ojos azules, casualmente
como los de su madre adoptiva?; ¿y no
era una fatalidad del destino que aquel otro niño, tan blanquito él, no hubiera
heredado ninguno de los rasgos ni de su madre
ni de su difunto padre? ¡También era
mala suerte!... ¿O no?
El caso es que, incluso
después de tantos años, en aquellos pueblos fronterizos entre los estados de
Carolina del Sur y Georgia, de gentes rebeldes de verbo llano y directo al
grano, baluartes contra las corrientes político-absurdamente correctas, que
enarbolan orgullosos la bandera con la cruz sureña sobre fondo rojo y cantan La rosa amarilla de Texas, no es de
extrañar que, ante un suceso de dudosa credibilidad, de escasa verosimilitud –en
definitiva: que no cuela–, se refieran a él diciendo que “es más raro que el
niño negro de los Campbell”.
José-Pedro
Cladera Fontenla©
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