martes, 18 de enero de 2022

GATO POR LIEBRE

 



 

 

Harold J Campbell, uno de los hombres más poderosos e influyentes del Estado, empataba con su contrincante en las encuestas. Dependía de cualquier accidente o capricho del destino el que la balanza se decantara por uno u otro para ganar las próximas elecciones a gobernador de Carolina del Sur.

Las plantaciones de algodón de los Campbell se extendían varias millas en torno a su lujosa mansión, atendida por criados negros encantados de dejar los campos algodoneros para servir cómodamente, a la sombra y elegantemente vestidos: ellos, con levita y guantes blancos; ellas, con vestido largo azul, y delantal y lazo Katiusha, ambos blancos y con chorreras.

Samantha, la única hija del matrimonio Campbell, era una encantadora damita sureña, pura sangre heredada de dos antiguas familias de ascendencia inglesa educadas en Eton y Harrow. Terminada su formación escolar en el mejor colegio del sur para señoritas, era ahora la jovencita más admirada en las reuniones y banquetes de la alta sociedad. Pero ningún pretendiente complacía a la rosa más codiciada del sur, que soñaba con un príncipe azul a semejanza de los de las historias románticas que leía.

Y el príncipe llegó, si no azul, sí gris. El joven oficial William McAllum, teniente de Artillería del Ejército de los Estados Confederados de América, hijo de un general héroe de la guerra y gran amigo del señor Campbell, asistió a una celebración en la mansión de éste. El guapo y apuesto militar, con su flamante uniforme gris, levita de doble botonadura con fajín, cuello rojo como correspondía a su condición de artillero, dorados en las bocamangas, sombrero de ala levantada con adornos de latón y plumas de avestruz de colores y sable al cinto, conquistó enseguida el corazón de Samantha Campbell. Se convirtieron en la pareja del año y su boda fue un grandísimo acontecimiento social.

Ahora, a punto de dar a luz, Carolina del Sur hervía de expectación por conocer el sexo de la criatura. La inminente abuela, madre de Samantha, deseaba una niña, que sería –sin duda, dado el pedigrí del pichón– la más hermosa y angelical del mundo, y planeaba compras de vestiditos, zapatitos y muñequitas en las mejores tiendas de Charleston. Por el contrario, el inminente abuelo anhelaba, con no menor fervor, que fuera un varón, que recibiría la mejor formación empresarial y le sucedería en la dirección de su gran imperio de exportación de algodón. ¿Sería niño o sería niña? That was the question. Ese y no otro era el tema de conversación preferido en las tertulias y sobremesas.

En la sala de partos, el apuesto teniente secaba amorosamente el sudor de la frente de su esposa y le sujetaba la mano para transmitirle ánimo. También él ansiaba conocer el sexo de su descendiente, aunque, por quedar bien con todos, no había manifestado su preferencia. Ahí estaba ya el bebé, pujando por salir a la vida. Con un esfuerzo supremo, la mujer apretó y la criatura coronó: una pequeña cabecita… negra como el carbón, con un cabello sorprendentemente largo, azabache, ensortijado, pringoso, pegado al cuero cabelludo. El teniente de Artillería del Ejército Confederado, ojiplático, cayó al suelo, como fulminado por un rayo: infarto de miocardio, tipo 1. Estaba muerto antes de que la criatura sacara los pies del vientre de Samantha.

El señor Campbell era un pragmático y cogió inmediatamente las riendas de la situación. Amenazaban tiempos turbulentos: los negros ya votaban y su voto sería decisivo. Hizo de la necesidad virtud y puso en marcha su potente maquinaria de influencias, presiones y sobornos. Cerró a cal y canto la planta del hospital y se mantuvo en el mayor secreto el contubernio que allí tuvo lugar.

Transcurridos tres días, la prensa, agolpada al pie de la escalinata de la entrada, pudo informar a placer de la aparición de la ahora viuda Samantha, acompañada de sus padres y dos enfermeras que llevaban en brazos a sendas criaturas: un angelito  blanco, que oficialmente fue presentado como el hijo legítimo, y un angelito negro, al cual habían decidido “adoptar” para que, ya desde el primer día, crecieran juntos como fraternales hermanitos, y demostrar así a los nuevos votantes negros del Estado que los Campbell creían en la igualdad entre las razas, y que el abuelo Campbell era el político que necesitaban los nuevos aires de libertad que soplaban en Carolina del Sur. Ni que decir tiene que ganó holgadamente las elecciones y se convirtió en el flamante nuevo gobernador del Estado.

Entretanto, en un pueblo marginal del vecino estado de Georgia, una joven madre soltera, rubia, de piel blanquísima y pobre de solemnidad, se frotaba las manos sin entender por qué le habían dado tanto dinero por su recién nacido bebé, cuando lo hubiera dado gratis en adopción si se lo hubieran pedido.

Pasaron los años y los dos angelitos crecieron. Y cada vez más moscas se apostaban tras las suspicaces orejas sureñas, y una prodigiosa telaraña de dimes y diretes se tejió por la ribera este del río Savannah: ¿no resultaba curioso que ese niño negro tuviera una sonrisa tan deliciosamente parecida a la de su madre adoptiva?; ¿no era sorprendente que ese niño, tan oscurito él, tuviera ojos azules, casualmente como los de su madre adoptiva?; ¿y no era una fatalidad del destino que aquel otro niño, tan blanquito él, no hubiera heredado ninguno de los rasgos ni de su madre ni de su difunto padre? ¡También era mala suerte!... ¿O no?

El caso es que, incluso después de tantos años, en aquellos pueblos fronterizos entre los estados de Carolina del Sur y Georgia, de gentes rebeldes de verbo llano y directo al grano, baluartes contra las corrientes político-absurdamente correctas, que enarbolan orgullosos la bandera con la cruz sureña sobre fondo rojo y cantan La rosa amarilla de Texas, no es de extrañar que, ante un suceso de dudosa credibilidad, de escasa verosimilitud –en definitiva: que no cuela–, se refieran a él diciendo que “es más raro que el niño negro de los Campbell”.

 

José-Pedro Cladera Fontenla©


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