Las infinitas y heladas
praderas de gramíneas se habían convertido en su indeseado hogar. Aquel grupo
de nómadas llevaba varias lunas penando frío, hambre y muerte. Las pieles desgarradas
que cubrían sus cuerpos no eran suficientes para hacer frente al afilado viento
boreal que azotaba, asesino, en múltiples direcciones.
Formado en origen por
más de cuatro decenas de personas, los miembros del clan que se mantenían en
pie se podían contar ya utilizando únicamente los dedos de las manos. Muchos perecieron
mientras dormían, sepultados bajo los enormes bloques de roca que cayeron
procedentes del techo de la caverna en la que habían instalado su campamento.
Entre ellos, el jefe y el chamán de la tribu, las más poderosas personas y las
encargadas de tomar las decisiones capitales en el día a día, el alfa y el
omega de la comunidad, los guías del mundo físico, uno, y de la esfera
espiritual, otro.
Ante la ausencia de sus
líderes, las normas a seguir eran precisas. Sería el hijo del jefe fallecido
quien heredaría su poder, su rango social, sus derechos y sus obligaciones. Así
se lo habían dictado los dioses a sus ancestros, entre susurros indómitos, en
la noche de los tiempos. Y así había quedado inscrito, a la luz de sombras
danzantes, en los santuarios mágicos del útero de la Madre Tierra.
Kemano no estaba
preparado aún para asumir esa responsabilidad cuando se precipitó sobre sus
hombros. Apenas había sido iniciado por su padre en las enseñanzas más básicas.
No era hábil en el arte de la caza, no había aprendido a escuchar los colores
de la naturaleza, no conocía el territorio con la exactitud necesaria, no había
heredado el carisma innato de su progenitor… y, sobre todo, no gozaba del
respeto del resto de hombres adultos del clan, que lo veían, ciertamente sin
falta de razón, como a un adolescente asustado e incapaz que los tenía vagando
entre hielos a la espera de que la muerte les aliviara el sufrimiento.
Era vital encontrar una
nueva cueva con las condiciones necesarias para refugiarse de aquella cellisca
y plantar las bases de un nuevo asentamiento. Al menos sobrevivir, para
después, desde cero, intentar levantar una vida. Pero parecía una misión
imposible. Por mucho que recorriera y revisara, palmo a palmo, montes, colinas
y riscos, ninguna gruta reunía el tamaño, forma y orientación mínimas.
La última noche fue aún
más gélida y cruenta. Arremolinados alrededor del tronco huesudo de un abeto
desnudo, la alborada trajo la pérdida de dos miembros más. Kemano se alejó unos
metros, dirigiendo sus pasos hacía un pequeño promontorio elevado. Desde allí
pudo ver cómo los tres hombres que se mantenían con vida estaban también
apartados del resto de mujeres y niños. Sus rostros adustos, sus gestos firmes,
la manera en la que lo apuñalaban con la mirada sin disimulo alguno, así como
el abrazo final con el que terminaron su cónclave particular, le dejaron claro
que su fin había llegado. Como ya intuía, planeaban derrocarle y desterrarle,
lo que se traduciría en un desenlace rápido y solitario ante aquellas
condiciones extremas. Su padre debía de estar sintiendo una punzante vergüenza
desde el otro plano de la realidad al que había viajado.
Decidió descender desde
la loma hacia el fondo de un angosto vallejo por donde corría, alterado, un río
de tonos blancos. Carente de ánimo, la desesperación y la desazón inundaron su
alma. Pensó que lo mejor, quizás, sería hundirse en aquellas aguas y darse por
vencido. Pero en ese instante último, algo llamó su atención. Entre las rocas
de la ribera, salpicada de gotas saltarinas, destacaba la trampa mortal de seda
que había elaborado con mimo una araña. Y una luz nunca antes conocida recorrió
los entresijos de la mente humana. Pensó: ¿y si construyo nuestra propia
telaraña? Con palos tratados, pieles curtidas, cuerdas de cáñamo que unan,
piedras que la afiancen…, ¿funcionaría?
El impacto de un pedrusco sobre su cabeza lo volvió todo opaco y denso, poniendo el broche de sangre a su efímero liderazgo.
En su despacho a las
afueras de Stuttgart, el arquitecto Frei Otto era consciente de que el camino
vital estaba llegando a su fin. Postrado en su sillón marrón de piel vuelta de
becerro envejecida, paseaba su mirada cansada, pero aún con esa chispa
brillante de ingenio vivo, por las tres maquetas que descansaban sobre la
amplia mesa de nogal que presidía el centro de la sala. Se trataba en todos los
casos de réplicas en miniatura de sus más imponentes e importantes diseños: el
Estadio Olímpico de Múnich, el Multihalle de Mannheim y el Tuwaiq Palace de
Riad. Hacía ya más de tres décadas que habían sido inaugurados, pero sus líneas
ligeras y flexibles, la optimización de las formas estructurales y el uso de
elementos curvos y parabólicos les permitían codearse, aún hoy en día, con edificaciones
ultramodernas erigidas al calor de las nuevas tecnologías, los nuevos
materiales y las más incipientes corrientes vanguardistas. Siempre definió sus
creaciones como desafíos a la gravedad, sueños de aire y luz, de sombras
livianas y espacios flotantes.
Condecorado a lo largo
de su trayectoria profesional con los premios y galardones más prestigiosos en
el campo de la arquitectura, miles de veces le preguntaron por su principal
fuente de inspiración. Él simplemente sonreía y, con tono reservado y algo burlón,
mantenía el misterio, contestando que sus musas eran muchas y variadas; y que
siempre había alguna próxima, por eso tenía que permanecer atento en todo
momento.
Antes de cerrar los ojos por última vez, fijó su vista en la esquina inferior derecha del inmenso ventanal, por donde entraba la tibia luz parda del amanecer. Sobre la esquina del alfeizar, escondido tras la forma redondeada de un macetero cerámico, un diminuto artrópodo invertebrado de ocho patas cosía, afanoso, una prodigiosa telaraña, una obra de ingeniería geométrica fascinante, que brillaba empapada por el rocío del alba. Exhaló relajado, sabiendo que dejaba a buen recaudo sus secretos.
Óscar Gutiérrez©
No hay comentarios:
Publicar un comentario