Paseaba arriba y abajo. Los nervios le mordían el
estómago. La exposición estaba casi a punto, a falta de detalles, sobre todo
uno que consideraba esencial. Era la más importante de su vida, y estaba listo.
Hasta llegar aquí, tuvo que luchar contra múltiples obstáculos a lo largo de su
carrera: malas críticas, baja cotización, apuros económicos, adversidades
sentimentales, crisis personales y artísticas, difamaciones, acusaciones de ser
un vulgar copista, de plagios y hasta de autorías falsas. Problemas, por lo
demás, bastante generalizados entre los pintores. Hubo rachas de suerte y
vendió algún cuadro; con algunos, incluso ganó un buen dinero. Pero su pintura
tardaba en llegar al gusto del público. Leal a sí mismo, siguió pintando y
creyendo en su pintura.
Conoció a Laura, comenzaron una vida en común y, al poco
tiempo, nació Lena. Llegó un periodo de estabilidad; su nombre comenzó a sonar
en la prensa, le pedían entrevistas, algún coleccionista empezó a interesarse
por su obra.
Un día, cuando Lena tenía cuatro años, la encontró en su
taller con un pincel en la mano, haciendo rayitas en un lateral de un cuadro.
Aunque el disgusto fue grande, no dejó de hacerle gracia su hija –que jugaba
como papá– y, como tampoco se veía mucho el estropicio, decidió no modificar la
pintura.
Al
poco tiempo, presentó su primera exposición realmente importante. Fue un
rotundo éxito. Comenzaron a llamarle los galeristas, a vender sus obras a
precios extraordinarios. En su fuero interno, atribuyó el éxito a la magia de
Lena; era su secreto. Unas diminutas manchitas pintadas por su mano cambiaron
su vida. Lo creía firmemente.
Esa tarde, digo, estaba nervioso. La niña no llegaba. En
menos de una hora vendrían a entrevistarle a casa: una entrevista previa a la
exposición; se la haría un importante periodista, reputado experto en arte.
Cuando por fin llegó Lena, a su padre le faltó tiempo
para poner un pincel y la paleta en las manos de la niña. Ella, obediente,
cogió su banquito y se puso a hacer sus gracias –pequeñas, eso sí– en
todos los cuadros de su padre, ya terminados y firmados.
Quiso la suerte que ese día el periodista llegara
bastante antes de lo previsto. El pintor lo llevó encantado a su estudio, pero
lo que no pudo prever es que su hija no había terminado, aún le falta un cuadro
por manchar. El periodista quedó boquiabierto viendo de espaldas,
sentada en un banquito, a una niña de unos siete años, con dos coletas
brillantes, y un pincel en la mano izquierda, muy concentrada en poner unas
manchitas color púrpura junto a la firma del pintor. Los dos hombres se
miraron: uno, rojo como la grana (había sido descubierto el secreto de su
suerte); el otro, pasmado, con la perplejidad y la suspicacia pintadas en la
cara.
–¡Oh, no! ¡Esto no es lo que parece!
Y comenzaron las absurdas explicaciones.
El precio del éxito.
Remedios Llano
Febrero 2022
COMILLAS
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