martes, 15 de marzo de 2022

ALCACHOFAS ECOLÓGICAS

 


 

Nunca fueron santo de su devoción, pero aquel día tenían un sabor particularmente desagradable.

–Estas alcachofas son una porquería –le espetó a su mujer, apartando el plato de delante con un gesto de asco.

–¡Pero qué dices! Es que son ecológicas. Estás tan acostumbrado a comer basura que cuando te pongo algo sano te sabe mal. Ya te acostumbrarás. Además, son buenísimas para limpiar el hígado.

–Mi hígado está muy limpio. Y si no, que siga sucio; pero yo estas alcachofas no me las como.

Y así, mientras ella siguió con su dieta de alcachofas ecológicas regadas con zumo de granada, él envenenaba su organismo con hamburguesas del McDonald’s y alitas de pollo del Kentucky Fried Chicken regadas con Coca-Cola (la original, nada de light y mandangas).

Todo comenzó al observar en ella un cambio en la coloración de la piel, que mutaba de su moreno habitual a un rosado intenso.

–Es porque se está regenerando –explicaba ella–. Poco a poco verás como pareceré una campesina bávara de las que se revuelcan en el pajar.

Unos días más adelante, observó como la piel de su querida esposa se recubría de unas cerdas pequeñas, negras y duras, que le conferían un aspecto muy particular.

–Esto es normal –argumentaba ella–. Es porque mi cuerpo se está despojando de todas las toxinas y se altera un poco. En cuanto esté más depurada, ya desaparecerán. Tú no te preocupes por nada.

Vio, alarmado, como el cuerpo de su mujer se acortaba al tiempo que se redondeaba, y cómo la longitud de brazos y piernas mermaba en relación con el resto de su cuerpo. Horrorizado, observó como se le reducían los pechos hasta desaparecer por completo.

–Cariño, te estás quedando sin tetas. ¿Esto también es normal? Te digo yo que estas alcachofas ecológicas no te sientan bien.

–¡Qué exagerado eres! Lo que pasa es que ya no te gusto. Claro, después de tantos años de casados… Espera y verás cuando esté depurada del todo. He visto un vídeo en YouTube de una cocinera japonesa que…

El final de la frase se perdió con el portazo al salir él apresuradamente de la casa para ir a dar un paseo y reflexionar. Tras cuatro copas de reflexión Ribera del Duero, hizo de tripas corazón y volvió al hogar. ¿Será esto una premonición?, se preguntaba. ¡Qué habré hecho yo para merecer esta desgracia!

Cuando se despertó a la mañana siguiente, su querida esposa estaba mirándose ante el espejo de pie del dormitorio. La expresión de su cara –bastante deformada, ya que la nariz se le había tornado hocicuda y las orejas estiradas– era de sorpresa. Completamente desnuda, observaba con interés los cambios que la pasada noche había sumado a su ecológica transformación. El más notable era su clítoris, que se había estirado dos palmos, como una lombriz larga, delgada y con forma de espiral en su extremo, y que colgaba desgarbada y perezosamente. 

–¡Por todos los demonios del infierno, tú y tus malditas alcachofas! ¿Pero tú has visto lo que te estás haciendo?

Ella, que siempre había sido de respuesta fácil y respondona, nunca falta de maestría en la articulación de sus argumentos, le sorprendió nuevamente con una desconcertante –y supuestamente ecológica– exposición:

–¡Oink, oink!

–Perdón –insistió él–. ¿Decías?

–¡Oink, oink!

Se apartó de ella unos pasos, como impulsado por un resorte. Ella se volvió hacia él, mostrándose sin recato en la plenitud de su nueva desnudez. Todo en su mujer era ahora nuevo, espantosamente nuevo. Ella le miraba con unos ojos amorosos, pero inquietantemente hambrientos de él. De su boca, entreabierta, asomaban unos incipientes colmillos afilados que parecían pedir carne. De las comisuras de sus labios rezumaba una repulsiva espumilla blanquecina, al tiempo que dejaba escapar un sonido nuevo en ella, pero suficientemente elocuente dadas las circunstancias:

–Grrrññ, grrrññ…

–¿Decías, cariño?

  –Grrrññ, grrrññ…

            Aparentemente cansada, buscó una postura que le resultara más cómoda y se dejó caer a cuatro patas, que el peso de aquel cuerpo rechoncho se llevaba mejor repartiéndolo entre cuatro apoyos que entre dos. Observó él, ya más con resignación que con sorpresa, que los pies y manos de ella habían desarrollado unas firmes pezuñas, cambio muy desafortunado, ya que estaba destrozando la alfombra persa al metérsele las fibras de pelo largo entre las hendiduras de los cascos. Al desplazarse ella por la habitación a gatas, su cuerpo, rechoncho y achaparrado, arrastraba por el suelo su desproporcionado y recién estrenado pene helicoidal –un espectáculo de un gusto más que dudoso, musitó él para sus adentros.

            Se preguntaba a dónde acabaría conduciendo aquella extravagante metamorfosis. La quería y siempre le había gustado experimentar cosas nuevas con ella, pero nunca había imaginado que su relación acabaría siendo semejante cerdada. Pensaba que iba a resultarle difícil acostumbrarse a sus cambios físicos, que decididamente no la favorecían nada. Y no le quedaría más remedio que resignarse a prescindir de sus queridas y acaloradas discusiones sobre asuntos filosóficos, ya que el recién estrenado vocabulario de su mujer no le permitía albergar muchas esperanzas, ¡si ni siquiera estaba aceptado por la RAE!

            La ropa era otra preocupación, pues lo que no había cambiado en ella era su gusto por los trapitos y los zapatos de diseño. La ropa de boutique estaba descartada porque por supuesto no tenían nada que le fuera bien a su nuevo look, y de los zapatos stiletto también había que olvidarse, porque habría que comprarlos de dos en dos pares, y como que no. Pero en unos grandes almacenes, barruntaba él, raro sería que no encontraran algo para salir del apuro. En el Corte Inglés, acudió Seguridad y los echaron sin contemplaciones, y lo mismo ocurrió en los demás establecimientos donde probaron fortuna. Además, su esposa entraba en ellos a disgusto porque, al fin y al cabo, como se sentía cómoda era –para sonrojo de él– en pelota picada.

            Aquello no era vida. ¡Puñeteras alcachofas ecológicas! Menos mal, pensó, que la semana que viene ya es San Martín. ¡Porca miseria!

 

José-Pedro Cladera Fontenla©

           

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