Nunca fueron santo de
su devoción, pero aquel día tenían un sabor particularmente desagradable.
–Estas alcachofas son
una porquería –le espetó a su mujer, apartando el plato de delante con un gesto
de asco.
–¡Pero qué dices! Es
que son ecológicas. Estás tan acostumbrado a comer basura que cuando te pongo
algo sano te sabe mal. Ya te acostumbrarás. Además, son buenísimas para limpiar
el hígado.
–Mi hígado está muy
limpio. Y si no, que siga sucio; pero yo estas alcachofas no me las como.
Y así, mientras ella
siguió con su dieta de alcachofas ecológicas regadas con zumo de granada, él
envenenaba su organismo con hamburguesas del McDonald’s y alitas de pollo del
Kentucky Fried Chicken regadas con Coca-Cola (la original, nada de light y mandangas).
Todo comenzó al
observar en ella un cambio en la coloración de la piel, que mutaba de su moreno
habitual a un rosado intenso.
–Es porque se está
regenerando –explicaba ella–. Poco a poco verás como pareceré una campesina
bávara de las que se revuelcan en el pajar.
Unos días más adelante,
observó como la piel de su querida esposa se recubría de unas cerdas pequeñas,
negras y duras, que le conferían un aspecto muy particular.
–Esto es normal
–argumentaba ella–. Es porque mi cuerpo se está despojando de todas las toxinas
y se altera un poco. En cuanto esté más depurada, ya desaparecerán. Tú no te
preocupes por nada.
Vio, alarmado, como el
cuerpo de su mujer se acortaba al tiempo que se redondeaba, y cómo la longitud de
brazos y piernas mermaba en relación con el resto de su cuerpo. Horrorizado,
observó como se le reducían los pechos hasta desaparecer por completo.
–Cariño, te estás quedando
sin tetas. ¿Esto también es normal? Te digo yo que estas alcachofas ecológicas
no te sientan bien.
–¡Qué exagerado eres!
Lo que pasa es que ya no te gusto. Claro, después de tantos años de casados…
Espera y verás cuando esté depurada del todo. He visto un vídeo en YouTube de
una cocinera japonesa que…
El final de la frase se
perdió con el portazo al salir él apresuradamente de la casa para ir a dar un
paseo y reflexionar. Tras cuatro copas de reflexión Ribera del Duero, hizo de
tripas corazón y volvió al hogar. ¿Será esto una premonición?, se preguntaba.
¡Qué habré hecho yo para merecer esta desgracia!
Cuando se despertó a la
mañana siguiente, su querida esposa estaba mirándose ante el espejo de pie del
dormitorio. La expresión de su cara –bastante deformada, ya que la nariz se le había
tornado hocicuda y las orejas estiradas– era de sorpresa. Completamente
desnuda, observaba con interés los cambios que la pasada noche había sumado a
su ecológica transformación. El más notable era su clítoris, que se había estirado
dos palmos, como una lombriz larga, delgada y con forma de espiral en su
extremo, y que colgaba desgarbada y perezosamente.
–¡Por todos los
demonios del infierno, tú y tus malditas alcachofas! ¿Pero tú has visto lo que
te estás haciendo?
Ella, que siempre había
sido de respuesta fácil y respondona, nunca falta de maestría en la
articulación de sus argumentos, le sorprendió nuevamente con una desconcertante
–y supuestamente ecológica– exposición:
–¡Oink, oink!
–Perdón –insistió él–.
¿Decías?
–¡Oink, oink!
Se apartó de ella unos
pasos, como impulsado por un resorte. Ella se volvió hacia él, mostrándose sin
recato en la plenitud de su nueva desnudez. Todo en su mujer era ahora nuevo,
espantosamente nuevo. Ella le miraba con unos ojos amorosos, pero inquietantemente
hambrientos de él. De su boca, entreabierta, asomaban unos incipientes colmillos
afilados que parecían pedir carne. De las comisuras de sus labios rezumaba una repulsiva
espumilla blanquecina, al tiempo que dejaba escapar un sonido nuevo en ella,
pero suficientemente elocuente dadas las circunstancias:
–Grrrññ, grrrññ…
–¿Decías, cariño?
–Grrrññ, grrrññ…
Aparentemente
cansada, buscó una postura que le resultara más cómoda y se dejó caer a cuatro
patas, que el peso de aquel cuerpo rechoncho se llevaba mejor repartiéndolo
entre cuatro apoyos que entre dos. Observó él, ya más con resignación que con
sorpresa, que los pies y manos de ella habían desarrollado unas firmes pezuñas,
cambio muy desafortunado, ya que estaba destrozando la alfombra persa al metérsele
las fibras de pelo largo entre las hendiduras de los cascos. Al desplazarse
ella por la habitación a gatas, su cuerpo, rechoncho y achaparrado, arrastraba
por el suelo su desproporcionado y recién estrenado pene helicoidal –un espectáculo
de un gusto más que dudoso, musitó él para sus adentros.
Se
preguntaba a dónde acabaría conduciendo aquella extravagante metamorfosis. La
quería y siempre le había gustado experimentar cosas nuevas con ella, pero
nunca había imaginado que su relación acabaría siendo semejante cerdada.
Pensaba que iba a resultarle difícil acostumbrarse a sus cambios físicos, que
decididamente no la favorecían nada. Y no le quedaría más remedio que
resignarse a prescindir de sus queridas y acaloradas discusiones sobre asuntos
filosóficos, ya que el recién estrenado vocabulario de su mujer no le permitía
albergar muchas esperanzas, ¡si ni siquiera estaba aceptado por la RAE!
La
ropa era otra preocupación, pues lo que no había cambiado en ella era su gusto
por los trapitos y los zapatos de diseño. La ropa de boutique estaba descartada porque por supuesto no tenían nada que
le fuera bien a su nuevo look, y de los
zapatos stiletto también había que
olvidarse, porque habría que comprarlos de dos en dos pares, y como que no. Pero
en unos grandes almacenes, barruntaba él, raro sería que no encontraran algo
para salir del apuro. En el Corte Inglés, acudió Seguridad y los echaron sin
contemplaciones, y lo mismo ocurrió en los demás establecimientos donde
probaron fortuna. Además, su esposa entraba en ellos a disgusto porque, al fin
y al cabo, como se sentía cómoda era –para sonrojo de él– en pelota picada.
Aquello
no era vida. ¡Puñeteras alcachofas ecológicas! Menos mal, pensó, que la semana
que viene ya es San Martín. ¡Porca
miseria!
José-Pedro Cladera Fontenla©
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