—Los pajaritos cantan y las
nubes se levantan, será esto una premonición de que las cosas van a peor.
—Ponme otro sol y sombra.
Saturnino Gracejo del Castillo,
ex legionario de carácter templado, estaba dispuesto a emprender una nueva vida:
que los pájaros cantasen no era buena señal, inusual que estuviesen tan
alterados. Hacía por lo menos cincuenta años que no se escuchaba semejante
alboroto.
—Anda, Habibi, ponme el
penúltimo sol y sombra y pásame la cuenta del mes.
—Vamos a ver, Saturnino:
tiene dieciséis sol y sombra, veintidós carajillos, cuatro raciones de oreja,
dos de callos, cinco de migas, tres de asadurilla, cinco de mollejas y dos de
hummus con cordero. Pagará con eyecoins,
imagino.
—Abra bien los ojos —el
Habibi sacó su pistola léctora de pupilas y te la pasó por el jeto para cobrar la cuenta.
La ingesta de alcohol y lípidos
que reflejaba esa cuenta era obscena. El médico ya te había avisado de que a
partir de los setenta tendrías que empezar a cuidarte, y ya ibas por los
setenta y cinco.
—Nos vemos en el infierno —te
dijo el Habibi al despedirse, en tono irónico. ¡A ti, que eras católico y
practicante!
Los pajaritos cantan y las
nubes se levantan, volviste a canturrear.
Te acercaste a Iron Blaster
y compraste palas y martillos percutivos de última generación. Después te
dirigiste a Ciempiés Nutrición y te abasteciste de 70 kg de píldoras con base
de insecto que darían para alimentar a una familia de cuatro hasta cien años.
Fuiste hasta el punto que
tenías establecido y empezaste a cavar. El cielo cada vez estaba más plomizo y
las aves estaban enfurecidas. Cuando conseguiste excavar un metro de
profundidad, sacaste los martillos percutivos que eran capaces de avanzar a
metro cada quince minutos, o lo que es lo mismo cuatro metros a la hora o cuarenta
metros al día, incluyendo descansos.
Estabas tan emocionado que
te creías Steve McQueen en La Gran Evasión, y silbabas y silbabas:
fiu, fiu,
fiu, fiu, fiu
fiu, fiu, fiu, fiu, fiu, fiu, fiu.
De repente caíste en la
cuenta de que, con la calorina del paleo, te habías quitado el crucifijo y lo
habías olvidado en la piedra ojival que estaba junto el comienzo del hoyo, pero
ya no había marcha atrás, había que seguir adelante.
Pasaron los días, los meses
y los años. Navegaste por ríos de petróleo y volaste por túneles de gas.
Encontraste algún amigo, pero sobre todo enemigos, muchos de ellos que te
habían puteado en la infancia; aquello rozaba el infierno y allí iba a parar
casi siempre lo peor de cada corral. Estabas feliz en aquel viaje pero tenías
que encontrar la salida alternativa, habían pasado veinte años desde que
entraste al túnel y necesitabas volver a entrar en contacto con la luz natural.
Un buen día, te saltó la
alerta de que estabas a menos de 100 km de la superficie. Te pusiste como loco,
y multiplicaste por tres tu capacidad de percusión, ¡pim, pam, pum! Diste un
último golpe y por fin entró la luz. Al volver al exterior, todo era pesado; el
cielo seguía gris, pero ahora era mucho más oscuro, como gris marengo, y la
superficie estaba cubierta por una espesa capa ceniza. Te giraste y viste la
piedra ojival: habías vuelto a la casilla de salida, veinte años de
excavaciones para aparecer a diez metros del túnel de entrada.
Al menos, te reconfortó descubrir
que tu crucifijo seguía allí, intacto y más reluciente que nunca en aquel
paisaje oscuro y desolador. Te arrodillaste junto a él, lo agarraste y te lo
llevaste a los labios y le diste las gracias por haberte esperado tanto tiempo.
Óscar
Nuño©
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