Cuando surgió aquel
anuncio, en una web de mujeres eslavas con mucha carne y poca ropa, pensé que
sería broma. Uno de esos banners
habituales en los que, sorprendentemente, en la actualidad la gente sigue
mordiendo el anzuelo, creyendo haber resultado ganadores de un sorteo al que
nunca se han apuntado, de diez teléfonos móviles de última generación o de un
millón de euros, cuando en realidad lo único que están consiguiendo es llenar
de virus informáticos sus ordenadores y mostrar abiertamente sus cuentas
bancarias y contraseñas a los mejores piratas de la red de redes.
Han pasado más de dos
décadas desde aquel instante que cambió mi existencia. Me encontraba anudado
entre las sábanas revueltas de mi cama. El suelo de la habitación estaba minado
de cervezas vacías, y unos cuantos ceniceros desbordados de colillas ocupaban
la única balda de la estancia, lo que podría servir para explicar la presencia
de aquella neblina tóxica y persistente. La persiana estaba bajada y la ventana
no se abría desde tiempos inmemoriales. El aire era rancio y nauseabundo. La
camiseta interior que vestía desde hacía varias semanas amarilleaba sospechosamente
por la zona de las axilas. Unas lorzas cada vez más prominentes colgaban
desganadas de los laterales de mi barriga.
Pensé, ¿Puede empeorar
aún más la situación? Abandonado por mi esposa, me habían despedido hacía casi
un año por bajo rendimiento laboral. Malvivía en un antro minúsculo en el
extrarradio más conflictivo de la capital, y mi aspecto era harapiento y
repugnante. La última vez que había salido de allí fue para enterrar a mi
padre, que aún hoy sigo convencido de que murió de pena y de vergüenza por ver
a su único hijo en ese estado tan deplorable.
Así que cliqué en aquel
icono verde fosforescente que apareció de repente en mi pantalla. Letras
blancas intermitentes captaron rápido mi atención. Era una oferta de trabajo:
“Se busca persona con imaginación, empatía y curiosidad. Cultura general,
aunque se valorarán en especial conocimientos en Historia e idiomas. Trabajo
desde casa. Elevada remuneración. Contrato por obra o servicio de muy larga
duración”. Demasiada buena pinta. Rellené los campos obligatorios con mis
datos, adorné un poco el currículum –picaresca española… ¿inglis? ¿Mi? Yes very well fandango (un poco de poesía macarra
siempre venía bien, eran los 90)– y botón de enviar.
Oye, a los pocos
minutos, un email entra en mi bandeja
y me cita en un lugar y hora concretos para realizar una entrevista. Al día
siguiente, martes 13, en una mansión abandonada de las afueras. Como os lo
cuento. Por fin parecía sonreírme un poco la vida.
Sin embargo, aquella
mañana me levanté hecho unos zorros. Gripazo y una gastroenteritis que me
barría. Pero no podía dejar pasar aquella oportunidad. Así que hice de tripas
corazón y me puse en marcha. Me aseé levemente, tampoco es que me hiciera mucha
falta. Llovía a mares y no tenía ni un triste paraguas, así que imaginaos la
caladura. A mi flojera intestinal tuve que añadir que pisé una mierda de perro
al tiempo que un cuervo practicaba su puntería. Una gitana me echó mal de ojo
por no sé qué de un romero. Un carterista me robó el poco dinero que tenía
encima, así que me tuve que colar en el autobús, con la mala fortuna de que
volcó al entrar en una rotonda debido al volantazo que tuvo dar el conductor al
intentar evitar el choque con un repartidor de comida china made in Vallecas.
Hundido y derrotado, me
cobijé de tanto incidente en una cabina de teléfono azul. Con la última peseta
que me quedaba, me rendí, llorando, y llamé a mi madre, que no había querido
volver a saber nada de mí. Le expliqué mis últimas desventuras y, rebuscando en
el fondo de su corazón ese amor de madre innegociable, lo más cariñoso que
acertó a decir fue:
–Está claro que ese
trabajo no es para ti. Las señales son evidentes. Tú mismo te tenías que haber
preguntado ¿será esto una premonición? Vete para casa, anda. Además, sea para
lo que sea, seguro que lo harías mal, como lo has hecho todo en la vida.
Y colgó. Sin más. Con
la frialdad de una daga de acero. Pero, en vez de hundirme, me espoleó, y saqué
fuerzas que desconocía estaban dentro de mi ser para correr como un loco
desquiciado. Kilómetros. Y llegar. Por fin llegar a un sitio a la hora
concertada.
La silueta fantasmal
del ecléctico y abandonado Palacio del Canto del Pico era aterradora bajo la
luz escarlata del atardecer. Erigido sobre un promontorio granítico, regalaba
una incomparable panorámica de Madrid desde aquel rincón olvidado de la sierra
noroccidental. Una mujer ataviada con ropajes de enferma salió de aquel
caserón, se acercó con una sonrisa tierna y me clavó una jeringuilla en el
brazo. Perdí el conocimiento al instante, y de ahí en adelante, el resto de la
historia se mueve entre terrenos nebulosos y efluvios de mi mente.
Creo recordar el
desfile de una serie de personas influyentes, que aseguraban formar parte de
unos supuestos grupos de poder y sociedades secretas de los que no había oído
hablar en mi vida: que si Rosacruces, Masones, Illuminati, Bilderberg… y unas
amenazas de que si no cumplía con lo pactado… –solo de pensarlas se me encoge
el alma.
Mi siguiente recuerdo
es estar nuevamente tirado en ese habitáculo inmundo lleno de mugre. Pero con
mi contrato laboral firmado. Y ahí que llevo ya camino de veintitrés años.
Deben de estar contentos los jefes, no me ha caído ninguna reprimenda. Así que
a seguir así, dándolo todo. Motivación máxima.
¿Que en qué consistía
la oferta de empleo? Ah, claro, perdonadme, con tanto lío me había olvidado de
contaros lo fundamental. Fui seleccionado como la persona más adecuada para
ejercer la labor, desde el día 1 de enero del año 2001, de guionista del siglo
XXI… ¿A que no lo estoy haciendo tan mal como presagió mi madre?
Óscar Gutiérrez©
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