Un
glorioso anticiclón regaló una mañana soleada, limpia y azul, aquel memorable
día 20 de abril del año 3001 en la pequeña localidad perdida en el norte de la díscola
península ibérica. Había llegado el día grande para San Gimiente de la Gondolera,
porque finalmente, tras un milenio de insistentes reivindicaciones, lamentaciones, escraches y pedradas contra
las ventanas de los edificios gubernamentales, a las doce del mediodía tendría
lugar la ansiada inauguración de la estación del tren de alta velocidad.
El
alcalde de la villa, el honorable señor Sal Chin Chon y la concejala de
Transportes, la honorable señora Tang Chi Chín, para dar mayor boato a la
ocasión, vestían las protocolarias galas importadas de Pekín. A la espera de
que dieran la hora en punto –hacía siglos que se había impuesto la odiosa
costumbre importada de la puntualidad–, consolaban a sus homólogos de la vecina
e invitada localidad de Carcomillas, la honorable alcaldesa Yun Peo Pangolín y su
segundo de a bordo el honorable Meo Chung Go, quienes, siguiendo la ancestral
costumbre de sus antepasados, se tiraban por el suelo, retorciéndose de
supuesto dolor y llorando a lágrima viva para mostrar su decepción por no haber
conseguido que les pusieran un apeadero –las rencillas entre ambas localidades
se remontaban a los tiempos bárbaros de los pasados milenios, cuando aún comían
poco arroz.
La
novísima estación se había construido sobre las ruinas de otra que había
existido en la prehistoria, cuando la gente aún viajaba en autobuses. La masa
humana reunida frente a ella resultaba algo heterogénea: la gran mayoría, muy
disciplinada, presentaba el aspecto normal de estas tierras –es decir, piel
amarilla, cabellos lacios y ojos rasgados y negrísimos– y, por supuesto,
departían animadamente en mandarín, el idioma oficial (salvo los de Carcomillas,
que, como ha quedado dicho, lloraban); el resto, una minoría de no más de cien
personas, mucho más ruidosa, de pieles enfermizamente blancas, ¡cabellos, a
veces, incluso rizados! y ojos caídos, como cansados, se empeñaba en seguir hablando
en su antigua lengua, aunque hacía tres siglos que fue abolida en las escuelas,
y, en protesta por la marginación que les había supuesto la falta del tren de
alta velocidad durante tantos siglos, gritaban blasfemias siguiendo la
ancestral costumbre entre aquellas gentes autóctonas de decir que se defecaban
en las madres de sus interlocutores e incluso en sus propios dioses. Las
autoridades hacían caso omiso y seguían a lo suyo.
Para
la ocasión, se había dispuesto una serie de mesas cubiertas con manteles de
papel de seda de colorines, rodeadas de globos con caras de dragones y
serpentinas que colgaban por todas partes como lianas en una jungla multicolor,
todo muy al refinado gusto de los tiempos –aunque los ignorantes autóctonos de
piel blanca lo consideraban una horterada–. Sobre las mesas, una infinidad de
platos, también de papel, exhibían delicias gastronómicas para que la gente,
tras la inauguración, degustara, armada de sendos palillos, algunos de los
platos más típicos de la tierra: cucarachas asadas, murciélagos en salsa
agridulce, hormigas fritas, pangolines a l´ast…
En un rincón, apartado del meollo a fin de no ofender al buen gusto de la
mayoría, se habían dispuesto un par de mesas con platos más bien asquerosos, aborrecibles
para los ciudadanos normales pero muy del gusto de aquellos autóctonos añejos, los
cuales, según su costumbre de comerlos con las manos, darían buena cuenta de pinchos
de chorizo frito, panceta, rabas, jamón y demás repugnancias para los paladares
más educados. Dos guardias municipales, con los uniformes de gala que acababan
de recibir de la madre China, vigilaban esas dos mesas y, con sendas largas
cañas de bambú que esgrimían a modo de espadas, asestaban golpes expertos sobre
las manos de los avispados que pretendían hacerse con la manduca antes de
tiempo, arrancando de la masa humana blasfemias sobre el árbol genealógico de
los guardias.
A
la hora en punto, comenzó el discurso. Con un cuidado acento de la escuela de
Shanghái, la voz del alcalde salió alta y clara por los altavoces. Como una
marea humana, los cientos de cabezas de pelo negro y lacio asentían al unísono
cuando había que asentir y negaban al unísono cuando había que negar, todo ello
en respetuoso silencio. Del fondo a la derecha, de allá donde estaban las mesas
con el chorizo y la panceta, se elevaban risas y alguna que otra exclamación
extemporánea:
–¡Habla
en cristiano, coño!
–¡A
buenas horas, cara estreñío!
–¡Pekín nos roba!
–¡Pringaos!
Una
vez terminados los discursos del alcalde y de un par de autoridades llegadas de
la capital de la provincia –naturalmente, todos amarillos–, se dio paso a la
degustación de los manjares antes citados. Entre conversaciones más o menos
protocolarias, un lugareño, de aquellos que aún hablaban su lengua ancestral y
que se las arreglaba para hacerse entender en mandarín, le preguntó al alcalde
que eso de la inauguración de la estación estaba muy bien, pero ¿y del tren,
qué?
La
autoridad le miró con ojos tan oblicuos que casi no se le veían las pupilas:
–¿Y
para qué quelel tren, si ya no selvil? Si ahola todos viajamos por teletlanspoltasión
cuántica. Vosotlos pedil estasión: ¡toma estasión!
Y
se oían risas. En mandarín, claro. Y también la de la alcaldesa de Carcomillas,
a la que se veía ahora más feliz que unas Pascuas haciéndoles pedorretas a los
de San Gimiente de la Gondolera. Y brindis con choque de palillos, que ahora
era la costumbre entre los finos.
¿Fue
cosa de brujería o sólo un capricho de la diosa Fortuna? El caso es que 3001
era el año chino de la hiena.
José-Pedro Cladera Fontenla©

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