Llegó
al fin el ansiado fin de semana, ese que sueñas desde el lunes y que, cuando
pestañeas, ya es domingo a la tarde. Había decidido que no me iba a quedar en
casa porque estuviera sola; ese fin de semana todo el mundo cercano a mí tenía planes ineludibles.
Así
que decidí hacer lo que la gente no hace: tener una cita conmigo misma,
tratarme con mino y hacer lo que me apeteciera. Lo había decidido: me iba a
cuidar. Al llegar a casa, tomé la determinación de descansar después de comer;
la semana ya pesaba, así que una siesta de media hora me esperaba en mi viejo
sofá verde menta. Nada mas despertar, me dije que empezaría por ir al cine. Tenía
muchísimas ganas de ver la última película de Icíar Bollaín, así que miré la cartelera: a las 19.30
había sesión. Compré la entrada vía online;
no me gustó nunca hacer cola y, con la época del Covid, me pasaba la vida en
ellas, así que… pagué un poco más por hacer yo misma los trámites –no tiene
ningún sentido, pero el mundo es así.
Decidí
arreglarme más de lo normal, que es ir con vaqueros y un jersey. Hoy
tocaba vestido, dejar mis adoradas
playeras en el armario y sacar mis zapatos a pasear. Me miré en el espejo y mi
reflejo me devolvió una sonrisa; me sentía guapa, me había puesto guapa para
mí, para nadie más, y el resto del mundo no me importaba lo que opinara. Lista
para salir, lo primero que tenía que hacer es pasar por el cajero y sacar
dinero, porque esto es lo malo de salir contigo misma: no se paga a medias;
pagas tú o te toca fregar platos, ya que tu yo interior no lleva efectivo.
Eran ya las 22.30 y, tras disfrutar como una
niña de la película e ignorar varias miradas de personas en modo
condescendiente por ir sola al cine y responderles con una sonrisa e
ignorarles, me fui a cenar a un sitio muy chulo llamado Drika; pero lo mejor de
ese sitio, además de su maravillosa comida, era la simpatía y amabilidad de la
chica de la barra –bueno, de Lorena, que así se llama–: te hace sentir bien con
una simple sonrisa y con su buen humor.
Nada
más llegar a la puerta, veo que ya hay ambiente; y eso me gusta, porque no hay
nada más divertido que observar a la gente que no conoces e imaginar sus vidas.
Me siento al final de la barra y, en menos de un pestañeo, tengo a mi camarera
favorita.
–¿Qué
vas a tomar?
–Un
blanco. ¿Qué me recomiendas?
–Miii…
Déjame pensar…: ¡Éste! –me enseña una botella y, al ver el nombre, sonrió.
–“El
novio perfecto”. ¿En serio se llama así?
–Sí,
es valenciano. También tengo… “La novia perfecta”, que es un rosado y… “El
marido de mi amiga”, que es tinto –y su sonrisa de pícara enmarca el final de
la frase.
–Me
quedo con “El novio” entonces, y voy a cenar también.
–Perfecto.
¿Dónde te apetece? ¿En la mesa al lado de la barra?
Sorprendida
porque no me preguntan cuántos somos o si espero a alguien:
–Para mí sola, perfecto esa mesita al lado de la
barra y así…
–Observas a la gente –dijo, mientras me guiñaba un
ojo y me guiaba a la mesa.
Me
quedé con cara de idiota, y me respondió que ella hacía lo mismo: miraba a la
gente que tenía alrededor y se imaginaba sus vidas.
Tras
pedir varias raciones acompañadas de mi “novio perfecto”, me fijé en un par de
amigas que no paraban de reírse. Pero, no sé por qué, me dio mala espina, como
si algo se estuviera fraguando, y de pronto escucho…
–Lola,
te he pedido el vino expresamente para ti.
–¿Ah,
sí? ¿Qué me pediste? ¿”El novio ideal”, a ver si llega de alguna vez?
–No,
qué va… Te pedí… Lorena, dile el nombre del vino.
La
camarera se quedó con cara de pocos amigos y algo avergonzada, pero se acercó a
ellas y, casi en su oído, le dijo el nombre. ¡Menuda intriga me carcomía por
dentro!: ¿cómo se llamaría el vino? Pero, en menos de dos pestañeos, le tiró la
copa por encima, le dijo que ya no eran amigas y la rubia salió toda digna del
lugar. Yo seguí con mi comida, y el resto del bar a lo suyo –eso sí, mirando de
reojo–. La chica morena se metió en el baño y, en menos de dos minutos, salió
directa a la puerta, no sin antes pagar los vinos y pedir disculpas a la gente
que se encontraba.
Decidí
abstraerme de los clientes del bar, disfrutar de la comida y viajar en el
océano de mi mente –eso sí, de reojo, miraba a Lorena con cara de… menudo apuro hemos pasado–. Ya me
encontraba con el postre, cuando decidí volver a la realidad que me rodeaba. Mi
camarera lo notó, porque se acercó a mí y me dijo:
–En
cuanto acabes el postre, al chupito te invita la casa y comentamos el momento camiseta mojada de antes.
Mis
ojos se iluminaron. Asentí muy contenta, disfruté de la maravillosa tarta de
queso deconstruida y, tras esperar a que la última mesa pagara la cuenta, le
pedí el chupito de la casa.
Llegó
con lo pedido para mí y una Coca-Cola para ella y, antes de sentarse, dijo a su
compañero:
–Me
voy a coger mi descanso ahora, ¿vale?
El
muchacho, algo extrañado, asintió y se puso al frente de la barra.
Volví
mi vista a Lorena y me dijo…
–El
nombre del vino es…
Y
la corté diciendo yo:
–
“EL MARIDO DE MI AMIGA”, ¿verdad?
–Exactamente.
¿Y sabes lo mejor?: que no sabemos si fue cosa de brujería o solo un capricho
de la diosa Fortuna que le ofreciera hoy la gama de vinos valencianos con
nombres originales.
Jezabel Luguera©

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