martes, 19 de abril de 2022

SILENCIO

 



Ayer leía un artículo en el suplemento del periódico, en la sección de salud y bienestar, que trataba del silencio: hablaba de Pablo D´Ors, sacerdote y escritor al que conocí ya hace unos cuantos años, y de su libro Biografía del silencio, que me leí, eso sí, no hace tantos. También hablaba de la meditación cristiana o Zen. No explicaba que la meditación Zen no es cristina, aunque la conocemos por un jesuita, Hugo Enomiya Lasalle, que vivió muchos años en Japón y nos la trajo de regalo.

No sé si a los demás os pasa, pero yo, cuando leo, voy despacísimo, porque mi cabeza viaja casi en cada frase, recordando muchas de las veces, analizando otras o sacando mis propias conclusiones.

Este artículo podía haberlo escrito yo, pensé al terminar. Mucho he leído sobre el  silencio y mucho hablé siempre de él con mi padre, que desde mi infancia practicaba la meditación Zen con una discípula del tal Lasalle.

El periodista, para escribir el artículo, se hizo un retiro de fin de semana, pero no cuenta ni la mitad de la experiencia. Claro que, si quería venderla, no podía hablar de lo que allí ocurre. Os cuento.

Andaba inquieta, hace ya unos años, porque necesitaba un parón en mi  vida, y vi por casualidad un correo del centro de meditación Zendo Betania que  informaba de un retiro de fin de semana en Albacete, “medita y vete”. ¿Fue cosa de brujería o solo un capricho de la diosa Fortuna? Todo es posible, el caso es que justo coincidía con el fin de semana de nuestro aniversario. ¡Era perfecto! De hecho, Óscar dio saltos de contento, si la memoria no me falla.

Allí fuimos. Cuando llegamos, nos explicaron que no podíamos hablar en todo el fin de semana. Respiramos pensando que íbamos a compartir habitación y que allí podríamos “desfogarnos”. Nos pidieron que eligiésemos entre dos trabajos posibles: barrer hojas o limpiar cristales. Él eligió cristales rápidamente; yo aluciné, porque no conocía esa afición suya. Luego me confesó que le recordaba a Karate Kid. “Poner cera, pulir cera”. Yo, por mi parte, me pedí barrer hojas en el jardín. Planazo.

En la primera reunión informativa, nos explicaron cómo solo veíamos de la realidad la punta del iceberg, y ya no escuché más, porque Óscar se quedó dormido. Parecía que pescaba, y sufría pensando que iba hasta a roncar y, claro, no pude concentrarme. Imagino que, meditando, una de dos: o ves cómo se derrite el iceberg o ves el resto.

Nos pasaron a la sala, pero antes había que descalzarse y dejar los zapatos perfectamente colocados, el orden era fundamental. Nos pusieron en círculo mirando a la pared. Nos teníamos que sentar en los empeines tipo japonés o con las piernas cruzadas en la posición del loto, podías elegir. Ese día, Óscar tomó la decisión de apuntarse a yoga. Había que mirar un punto fijo en la alfombra a un metro de ti, entornar los ojos pero no cerrarlos, hacer una respiración profunda y ¡ánimo!, que tienes veinte minutos por delante de inspirar y expirar viendo pasar toda clase de pensamientos. Y aquí viene lo que el periodista no quiso contar: como es fácil quedarse dormido, te sugieren que, el que quiera, levante la mano y el maestro se acerca y te da un latigazo con la vara en la espalda. Ahí empezaron todos mis sufrimientos, mi peor pesadilla. A los cinco minutos, Óscar levantó la mano y la situación me sobrepasó. Me entró la risa y ya no pude parar. Pero era una risa horrible, porque estás en un lugar muy serio, con personas muy serias y eres adulta. La risa se me salía por los poros.

A los veinte minutos, sonó el gong. Nos levantamos y nos pusieron a andar en círculo, a cámara lenta, mirando al suelo. Tiene un nombre ese paseíto, pero ni lo busco.  Yo iba temblando de risa por el espectáculo, y el pobre Óscar, que iba detrás, pisándome los talones, pues igual, como el Covid, se le pegó. Le notaba temblar. Fue horrible.

No os penséis que no me lo tomaba en serio y que iba a reírme de los demás, es que no podía remediarlo.

A la hora de la comida, todos seguíamos callados. Nos sentamos en mesas de ocho personas y yo no me atrevía ni a levantar la cabeza, porque volvía a reírme y no podía parar.

El tiempo pasó entre barrer hojas, muchas meditaciones de veinte minutos y muchas risas.

En la reunión final, cuando pudimos hablar, pedí disculpas. Un compañero dijo que gracias a mis risas pudo relajarse, que muchas gracias.

De regalo y para rematar nuestro fin de semana de aniversario, nos fuimos a Alicante, nos sentamos mirando al mar y, literalmente, flotamos.

 

Almudena Pascual©

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