Ayer
leía un artículo en el suplemento del periódico, en la sección de salud y
bienestar, que trataba del silencio: hablaba de Pablo D´Ors, sacerdote y
escritor al que conocí ya hace unos cuantos años, y de su libro Biografía del silencio, que me leí, eso
sí, no hace tantos. También hablaba de la meditación cristiana o Zen. No
explicaba que la meditación Zen no es cristina, aunque la conocemos por un
jesuita, Hugo Enomiya Lasalle, que vivió muchos años en Japón y nos la trajo de
regalo.
No
sé si a los demás os pasa, pero yo, cuando leo, voy despacísimo, porque mi
cabeza viaja casi en cada frase, recordando muchas de las veces, analizando
otras o sacando mis propias conclusiones.
Este
artículo podía haberlo escrito yo, pensé al terminar. Mucho he leído sobre el silencio y mucho hablé siempre de él con mi
padre, que desde mi infancia practicaba la meditación Zen con una discípula del
tal Lasalle.
El
periodista, para escribir el artículo, se hizo un retiro de fin de semana, pero
no cuenta ni la mitad de la experiencia. Claro que, si quería venderla, no
podía hablar de lo que allí ocurre. Os cuento.
Andaba
inquieta, hace ya unos años, porque necesitaba un parón en mi vida, y vi por casualidad un correo del
centro de meditación Zendo Betania que
informaba de un retiro de fin de semana en Albacete, “medita y vete”. ¿Fue
cosa de brujería o solo un capricho de la diosa Fortuna? Todo es posible, el
caso es que justo coincidía con el fin de semana de nuestro aniversario. ¡Era
perfecto! De hecho, Óscar dio saltos de contento, si la memoria no me falla.
Allí
fuimos. Cuando llegamos, nos explicaron que no podíamos hablar en todo el fin
de semana. Respiramos pensando que íbamos a compartir habitación y que allí
podríamos “desfogarnos”. Nos pidieron que eligiésemos entre dos trabajos
posibles: barrer hojas o limpiar cristales. Él eligió cristales rápidamente; yo
aluciné, porque no conocía esa afición suya. Luego me confesó que le recordaba
a Karate Kid. “Poner cera, pulir cera”. Yo, por mi parte, me pedí barrer hojas
en el jardín. Planazo.
En
la primera reunión informativa, nos explicaron cómo solo veíamos de la realidad
la punta del iceberg, y ya no escuché más, porque Óscar se quedó dormido. Parecía
que pescaba, y sufría pensando que iba hasta a roncar y, claro, no pude
concentrarme. Imagino que, meditando, una de dos: o ves cómo se derrite el
iceberg o ves el resto.
Nos
pasaron a la sala, pero antes había que descalzarse y dejar los zapatos
perfectamente colocados, el orden era fundamental. Nos pusieron en círculo
mirando a la pared. Nos teníamos que sentar en los empeines tipo japonés o con
las piernas cruzadas en la posición del loto, podías elegir. Ese día, Óscar
tomó la decisión de apuntarse a yoga. Había que mirar un punto fijo en la
alfombra a un metro de ti, entornar los ojos pero no cerrarlos, hacer una respiración
profunda y ¡ánimo!, que tienes veinte minutos por delante de inspirar y expirar
viendo pasar toda clase de pensamientos. Y aquí viene lo que el periodista no
quiso contar: como es fácil quedarse dormido, te sugieren que, el que quiera,
levante la mano y el maestro se acerca y te da un latigazo con la vara en la
espalda. Ahí empezaron todos mis sufrimientos, mi peor pesadilla. A los cinco
minutos, Óscar levantó la mano y la situación me sobrepasó. Me entró la risa y
ya no pude parar. Pero era una risa horrible, porque estás en un lugar muy
serio, con personas muy serias y eres adulta. La risa se me salía por los
poros.
A
los veinte minutos, sonó el gong. Nos levantamos y nos pusieron a andar en
círculo, a cámara lenta, mirando al suelo. Tiene un nombre ese paseíto, pero ni
lo busco. Yo iba temblando de risa por
el espectáculo, y el pobre Óscar, que iba detrás, pisándome los talones, pues
igual, como el Covid, se le pegó. Le notaba temblar. Fue horrible.
No
os penséis que no me lo tomaba en serio y que iba a reírme de los demás, es que
no podía remediarlo.
A
la hora de la comida, todos seguíamos callados. Nos sentamos en mesas de ocho
personas y yo no me atrevía ni a levantar la cabeza, porque volvía a reírme y
no podía parar.
El
tiempo pasó entre barrer hojas, muchas meditaciones de veinte minutos y muchas
risas.
En
la reunión final, cuando pudimos hablar, pedí disculpas. Un compañero dijo que
gracias a mis risas pudo relajarse, que muchas gracias.
De
regalo y para rematar nuestro fin de semana de aniversario, nos fuimos a
Alicante, nos sentamos mirando al mar y, literalmente, flotamos.
Almudena Pascual©

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