lunes, 16 de mayo de 2022

DUELO

 



            


El chirrido de las bisagras lo inundó todo, hasta el aire que salía de mis pulmones. Saqué la llave con dificultad de la vieja puerta —aquel trozo de metal, que de niño me parecía inmenso, ahora es uno más en mi llavero.

Al cruzar el umbral, pensé que la atmósfera me abofetearía con el olor a soledad, dolor y despedidas. Pero todo lo contrario: fue una caricia llena de alegría y amor incondicional, que provocó que una lágrima despistada dibujara un camino en mi mejilla, dejando constancia de aquel maravilloso sentimiento.

Decidí abrir las ventanas y que la claridad eliminara hasta la oscuridad de mi ser, esa vieja amiga que vino para quedarse desde la última vez que estuve aquí. Observé todo a mi a alrededor: era increíble, todo seguía igual, el tiempo se había detenido; todo menos yo. Las paredes cubiertas de fotos (eran más marcos que paredes): se supone que eran nuestros momentos más felices, capturados para siempre, pero yo solo veía sonrisas forzadas y miedos ocultos. 

Escuché voces procedentes del patio comunitario. Llegué a mi vieja cocina y los decibelios aumentaban cada vez más. Al abrir la ventana, esa inconfundible voz me hizo sonreír de inmediato: era Maruja, la del primero, cantándole a sus plantas mientras Bombón la ladraba por desafinar (¡qué pena no tener encima mi móvil para grabar un video!). Llevaba varios minutos absorto en ese instante de felicidad cuando Bombón se dio cuenta de mi presencia y empezó a ladrar y dar vueltas sobre sí mismo provocando el fin del concierto acústico.

—¡Pero si tenemos aquí a lo más bonito de la escalera! ¿Qué tal estás, José? 

—Muy bien, Maruja, ya veo que usted sigue igual.

—No me trates de usted, y bájate a tomar un café conmigo, que tengo algo para ti.

—Ummm… Vale, ahora bajo —dije, con cara de saber que ese café iba durar más de lo que yo quería y menos de lo que ella necesitaba.

Dejé las ventanas abiertas para que saliera todo el polvo y así tener excusa si el café se alargaba demasiado. Decidí bajar por las escaleras, solo eran dos pisos y así me daba tiempo a pensar respuestas a las posibles preguntas que me hiciera Maruja. No tuve ni que llamar a la puerta, porque allí estaba Bombón esperándome con medio cuerpo fuera de ella. Me saludó como siempre, porque para los animales el tiempo no es como para nosotros: para él, me había visto ayer.

Mientras comía las pastas que acompañaban al tanque de café —porque eso no era una taza normal, excepto que fueras Goliat—, la anfitriona me abandonó en busca de aquello que tenía para mí (y yo pensando que era una excusa, ¡qué mal pensado soy!). Volvió con un sobre, que como mínimo había vivido varias vidas pero resistía frente al tiempo como buen soldado en la batalla, lo dejó frente a mí y simplemente me dijo: “lleva esperándote un año, así que no hagas aguardar al remitente”. Salió hacia el patio con su taza de café humeando y Bombón detrás, como su escudero.

Abrí con cuidado el sobre —aún así lo rompí por las esquinas— y me encontré con una vieja postal de Manchester. Las lágrimas brotaron de mis ojos, sabía perfectamente quién era el remitente.

“Pequeñajo: 


Deja que la tristeza llegue a ti, no te enfrentes a ella; pero no para siempre, porque eso no es vida, cariño. Y cuando sientas dudas, háblame; yo te escucharé y tú encontrarás la respuesta.


Te quiere, mamá.”


No podía parar de llorar, pero sentí que todo el peso que llevaba dentro se desvanecía. No sé cuánto tiempo estuve así, pero una mano, que también había limpiado las de ella, limpió mis lágrimas, y sentí todo el amor en ese gesto.

—Te has dejado algo dentro del sobre, cariño.

Miré a mi alrededor y lo encontré. Era mi poema, escrito en una servilleta de papel. No me lo podía creer, se había acordado, no se olvidó de mí.

No tenía más papel que esta servilleta, pero ella dijo que lo importante no es el continente: es el contenido.

Lloré, pero esta vez de alegría. Eso significaba que la demencia le había robado nuestros momentos pero no se olvidó de mí; este poema era la prueba de ello. Le di un abrazo enorme a Maruja y, cuando salía por la puerta, me dijo:

—Espero no tardar en verte, cariño.

—Claro que no, Maruja. Me vas a tener de vecino; esa casa necesita volver a vivir.

Y salí con una sonrisa en mi cara y en la mano, el poema.

Jezabel Luguera©


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