Había pasado
todo el fin de semana metido en casa, vencido, aburrido. Lo que más le pesaba,
le aplastaba hasta deprimirlo, dejándolo sin fuerzas ni para levantarse del
sofá, era su profunda soledad. Sin embargo, había escrito. No mucho, quizás tan
solo unos poemas; eso sí, eran buenos. A uno de ellos le había dado forma en la
cocina. Mientras en el horno se tostaba una pizza precocinada para cenar, sobre
una servilleta de papel, lo único que tenía a mano en ese momento, escribió un
hermoso poema de amor.
Lentamente,
llegó el lunes. Casi agradeció el irritante sonido del despertador a las seis
de la mañana. Se levantó con ánimo y se metió en la ducha agradeciendo que
hubiera terminado, por fin, la tortura de fin de semana. Preparó un apetitoso
desayuno. Mientras daba cuenta de él, estiró el brazo para coger una servilleta
que estaba encima de la mesa. Se la acercó con descuido a la boca para
limpiarse pero, justo antes de hacerlo, se percató de que estaba escrita. No
recordaba haber anotado nada en una servilleta. Con curiosidad, se dispuso a
releer. Sin embargo, en ese momento, se dio cuenta de que se había hecho tarde.
Quería coger el primer metro para llegar pronto al trabajo, así que se metió la
servilleta en un bolsillo y, sin recoger los cacharros del desayuno, salió de
la casa apretando el paso.
Cuando llegó
a la oficina, todo el equipo se estaba preparando para la reunión semestral con
el coordinador del departamento. Su secretario había preparado ya las
fotocopias del dosier con los datos semestrales generados en su departamento,
los había metido en carpetas para entregar una a cada miembro del equipo y las
había dejado preparadas para repartir. Al llegar y verlas allí, apiladas, el
hombre se dio cuenta de que al eficaz secretario no le había dado tiempo aún de
efectuar el reparto, así que las cogió y entró en la sala de reuniones para
dejarlas en los respectivos sitios que
posteriormente ocuparían cada uno de sus diez compañeros. Antes de depositar la
que correspondería al director, un leve picor de nariz le provocó ganas de
estornudar. Rápidamente se metió la mano en el bolsillo de su americana para
sacar un pañuelo. Entonces, la servilleta de papel con el poema que por la
mañana había guardado se deslizó sigilosamente fuera del bolsillo y fue a parar,
sin que el hombre se diera cuenta, debajo de la última carpeta que había
colocado cuidadosamente.
La reunión
se alargó un poco más de lo esperado, así que, en cuanto terminó, las diez
personas que formaron parte de ella abandonaron, sin entretenerse en charlar,
la sala para dar comienzo, presurosas, las tareas diarias propias de sus
puestos. El director, a su vez, se encerró en su despacho para enterrarse entre
el montón de papeles que le aguardaban. Entre todos ellos, sorprendido,
encontró una servilleta que hubiera tirado a la papelera inmediatamente si no
se hubiera dado cuenta de que estaba escrita con una esmerada caligrafía. La
desdobló con cuidado y en ella leyó, asombrado, un conmovedor y apasionado
poema de amor. Inmediatamente concluyó que alguien lo había escrito para él.
Con agitación, comenzó a preguntarse cuál de las siete mujeres del equipo, con
las que había estado en la reunión, podía haberle compuesto ese
hermoso poema. Se sintió, por un segundo, incómodo, pero enseguida la
incomodidad fue sustituida por dulce vanidad y se dejó llevar y quiso soñar y
ya no se pudo concentrar. Fue una insólita sorpresa saber que alguien se había
enamorado así de él y se lo había revelado con un poema en una servilleta de papel.
Chefi Ruiz Noriega©
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