Atardecía en Oia, un pueblecito que se cuelga de los últimos farallones de Santorini.
El dios Sol se hundía poco a poco en el transparente mar Mediterráneo, entre tonos amarillo-anarnajados y malvas brillantes.
Quedaba lejos la multitud de turistas que invadían su paz y sosiego durante el verano. Bien es cierto que nunca está desprovista de gente procedente de otros lugares que quieren conocer la isla de los acantilados.
Poco después del ocaso y atisbando la oscuridad, Nikos, un adolescente de dieciseis años, salía de su casa como cada día, a la misma hora y regresaba a medianoche. Sus padres empezaban a estar preocupados por él, pero luego se decían: ”será cosa de la edad”.
El muchacho sabía a dónde dirigirse. No necesitaba pensar. Sus piés iban ligeros como los de una gacela.
El pequeño puerto de Ammoudi lo esperaba. Pero… ¿era realmente esa pequeñísima cala lo que le tenía fascinado?
Nikos pisó la playa de arena negra y guijarros. Todo estaba en silencio. Sólo se oía el romper suave de las olas en la orilla.
De pronto, como una exhalación, emergió del mar un fulgurante cuerpo. Su aleta estaba recubierta de mágicas escamas que brillaban en tornasolados turquesas. Su pecho estaba al descubierto, pero una melena rubia, voluminosa y larga, los tapaba. La cara era blanca, inmaculada, y los ojos del color azul del mar bravío. Su belleza era matemáticamente perfecta.
La sirena se sentó con su cola descansando en la arena, al lado de Nikos.
El muchacho le hablaba en griego y ella le contestaba emitiendo sonidos guturales. Pese a ello, se entendían a la perfección. No necesitaban más. Se juraron amor eterno, un amor que duraría hasta la muerte.
Así fue sucediendo el tiempo, hasta que los padres de Nikos, muy intrigados, decidieron seguirle una noche.
El espectáculo que vieron les dejó mudos. Dirigiéndose hacia el raro personaje, empezaron a gritarle como locos.
Nikos se quedó petrificado. La sirena los miró, y en aquel mismo instante sus ojos se oscurecieron como las profundas y oscuras simas marinas.
Miró intensamente al muchacho. Sus ojos hablaban por sí solos. Un adiós los selló. Con agilidad felina, la sirena desapareció en el mar.
Nikos quiso seguirla, pero sus padres se lo impidieron.
Al día siguiente, el acontecimiento fue la comidilla de todo Santorini.
El chico siguió yendo a la cala cada día a la misma hora, y la abandonaba también, como antes, a medianoche. Sus padres pensaron que ya se le pasaría, que dentro de unos meses sería agua pasada. Pero se equivocaron.
Nikos esperaba que la sirena apareciese en algún momento en medio de la oscuridad de la cala. También él se equivocó. Jamás volvió a verla.
Al cabo de un año, la madre de Nikos fue a despertarlo como cada mañana para ir al instituto público. La cama estaba vacía y la ventana abierta. El chico no estaba. Los padres se asustaron y lo buscaron como locos por toda la isla. Luego, rotos de dolor, regresaron a la cala Ammoudi y volvieron a rastrearla milímetro a milímetro. De repente, el padre vió un pequeño bulto en un saliente de una roca. Escondidos en una hendidura, había unos pantalones y una camiseta, junto con sus sandalias preferidas. La madre gritaba enloquecida. El padre trataba de calmarla fundiéndose con ella en un abrazo. Las lágrimas eran la sepultura que podían darle, junto al último adiós, a su hijo.
Unas horas antes, Nikos pensó muy bien lo que iba a hacer. Sabía que la sirena no volvería. Entonces sólo había un camino que recorrer después de tantos meses de espera: ir a su encuentro.
Con un temple impropio para su edad, decidió cuál era su camino.
Sería esa noche.
Salió de su casa como siempre, a la misma hora y, a través de la oscuridad, sus pasos lo guiaron hacia donde había sido tan feliz.
El mar estaba en calma. Se desnudó. Por un instante, pasó por su mente, como si se tratase de una película a cámara rápida, toda su vida con la familia y los amigos. Se despidió de ellos. Otra vida plena de felicidad le esperaba.
Puso un pie en el agua. Estaba fría y oscura. Dio un paso, y luego otro, y otro. El agua, en un momento, le alcanzaba la boca. Luego la respiración se hizo entrecortada y los sentidos empezaron a desvanecerse. A lo lejos, como una música, oyó el canto de su sirena que lo llamaba, guiándolo hasta las profundidades del bellísimo mar Mediterráneo.
Atesorado en su mano, un poema escrito en una servilleta de papel se disolvía como el azúcar en las aguas negras de la noche:
Las lágrimas no me dejan ver, y duele.
El amor me quema en la carne como un suspiro.
Eres mi diosa amada del agua y del aire.
Siento que tu delicadeza me hiere como un volcán.
Francis Cortés Pahissa©

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