…Y de lejos toda la familia
avanzando bajo un sol de justicia en aquel domingo georgiano. El viento soplaba
de mar dificultando, junto con las ráfagas de arena, avanzar hacia la orilla. En
total, cuatro miembros, pero uno de ellos era como una especie de porteador,
cargaba con todo: las sillas, la sombrilla, las bolsas con comida y refrigerio
y algunos elementos neumáticos. Se llamaba Iósif y era un gayumbazos, un
pusilánime, un hombre maltratado que si se llega a cruzar con El Fari le da una
hostia que le pone a hacer el tornado por hombre blandengue. Era el patriarca,
pero su función en la familia, aparte de encajar insultos y golpes, era la de
criado.
—Vamos, Iósif, avanza más
rápido y colócame la silla –decía Nadezhda, su mujer, mientras le propinaba una
colleja. Sus hijos, Vasili y Svetlana, iban detrás de él cuchicheando,
llamándole flojeras y maricón de playa mientras le lanzaban escupitajos.
A Iósif se le caían tantas
lágrimas que iban directamente a reposar sobre su poblado bigote, provocando un
barrizal junto con la arena que se filtraba a través del viento; pero a la vez
esbozaba una sonrisa maligna de satisfacción porque sabía que hoy era el día señalado
para el comienzo de su nuevo curso.
—¡Para ya, maldito Iósif y despliégame
la silla! –Seguidamente Nadezhda, como si fuese una reinona, se acomodaba y le lanzaba
un exabrupto de agradecimiento.
Después Iósif instalaba el
resto del campamento e inflaba los flotadores de sus dos criaturas y, una vez
terminado todo el trabajo, se echaba sobre la arena sin toalla ni nada. Allí,
tirado, en modo croqueta, mientras Nadezhda se embadurnaba y Vasili y Svetlana
se bañaban, aprovechaba para volver a recrearse en que hoy era la presentación
de los compañeros del curso por correspondencia al que se había apuntado.
Ensimismado en sus
pensamientos, le distraían unos recién casados que se cambiaban de ropa
mientras les hacían fotografías. Estaba todo el séquito allí presente y se
preguntaba por qué todas esas chicas y chicos lozanos se vestían tan ridículos cuando
asistían a este tipo de fastos, estarían más guapos desnudos que con esa
indumentaria asatenada y de saldo que gastaban. El constante repicar de aquel clic, clic, clic le hizo girar la cabeza
y mirar a Nadezhda embutida en aquel bañador de Dior mientras se cortaba las
uñas de los pies, y pensó que, en su caso, aunque la mona se vista de seda,
mona se queda.
—¡Tenemos hambre! –gritaron
al unísono los dos angelitos.
—Vamos, pringado,
prepáranos la sandía. –Y allí acudió, servicial, Iósif a cortar las rajas de
sandía. Una vez las devoraban le lanzaban los restos sobre la arena para que
los rebañase. Y le decían:
—Ladra, ladra, perro, venga: ¡guau! ¡guau! –Y
Iósif adoptaba su postura de can y ladraba solícito.
Mientras se mantenía sumiso
a cuatro patas se presentó una especie de viento caliente y absorbente, el
cielo empezó a tornase rojo, adornado con unas luces giratorias que lograban
casi hipnotizar a todos los presentes; aquello era un objeto volante que iba
acercándose más y más, el calor iba aumentando hasta ser insoportable y allí,
hierático y todavía en cuatro apoyos, veía cómo los del bodorrio se desprendían
de aquellos atuendos quedándose en pelota picada, luchando para no ser abducidos
por aquel artefacto. Sin duda más guapos sin el disfraz, masculló, y rotando de
nuevo la cabeza hacia Nadezhda, le dijo:
—Tú no, adefesio, déjate el
bañador, que al menos te cubre el esperpento que hay detrás.
Se puso en pie, deshaciendo
por fin la postura del perrito, enganchó una botella de vodka, se quitó la ropa
y, una vez en cueros, subió por la rampa que había desplegado aquella nave y
antes de desaparecer se giró, le metió un generoso trago a la botella e hizo
una peineta a su familia y al mundo, exclamando:
—¡Volveré con más ganas e ilusión para
construir una sociedad nueva y más justa!
Y así fue como Iósif Stalin
se embarcó en aquella nave rumbo al planeta rojo para realizar su curso por
correspondencia. Lo que aconteció tras su vuelta es ya una historia conocida
por todos o por casi todos.
Óscar
Nuño©
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