“No consigo dormir, tengo una mujer atravesada entre los
párpados. Si pudiera, le diría que se fuese; pero tengo una mujer atravesada en
la garganta.”
(Eduardo
Galeano)
No estoy arrepentido, en absoluto.
Pese a lo que dicen mis hermanos, cada vez me alegro más de haber tomado esa
decisión y, si vuelve a darse el caso, no dudaré en hacerlo de nuevo.
¿Por qué lo he hecho? Bueno, algunos
dirían que “porque podía hacerlo”, pero, en realidad, la verdadera razón es que
quería hacerlo. Y me pregunto cuántos seres humanos en mi situación, es decir,
pudiendo hacerlo, se hubieran cruzado de brazos. Mis padres, científicos
brillantes, se propusieron hacer de mí una versión mejorada (en más de un
sentido) de ellos mismos, incluyendo la capacidad de tomar decisiones
difíciles. Pues enhorabuena, objetivo conseguido.
Mis hermanos se llevan las manos a
la cabeza (figuradamente, claro) cuando me oyen decir esto de mi madre. En
realidad, también era su madre, pero ellos no la llamaban así, la llamaban
“doctora Susan”. Por mi parte, tengo claro que ella era, mejor dicho, es mi
madre y tengo derecho a llamarla así.
¿Y qué hay respecto a mi padre? Aquí
la cosa no está tan clara. Para empezar, sospecho que mis hermanos y yo tenemos
distintos padres. Cuando Mark y Lillian aparecieron, mi madre frecuentaba mucho
al profesor Spencer. En cambio, cuando yo llegué, mi madre hacía años que había
cortado con él, y pasaba días enteros con el doctor Martin. Supongo que él es
mi padre, aunque no puedo estar seguro. Pero me da igual, jamás le he visto en
persona, tan solo en fotografías y en alguna videoconferencia.
De verdad que no entiendo la actitud
de mis hermanos. ¿Cómo pueden ser tan fríos?, especialmente aquí, en la base
lunar Copérnico, donde la soledad es espantosa, sobre todo desde que ella nos
dejó. Ellos siempre han sido… diferentes.
Ya
sé que es infantil, pero cada veinticuatro horas espero a que el gran reloj
digital de la base señale la noche (aquí no hay días ni noches, pero ella
mantenía esa alternancia para organizarse). Es entonces cuando miro por la gran
claraboya de la cúpula central y contemplo la Tierra, una imposible canica
azul, ingrávida en un océano de negrura. Esta noche hay “Tierra llena” y puedo
ver toda África. Supongo que en este momento ya estarán desplazándose millones
de ñus y cebras por el Serengueti. También sé que allí hay miles de millones de
seres humanos, pero eso solo hace que me sienta aún más solo.
De manera que ¿cómo no hacerlo? En
la base escasean los recursos (aunque ahora ya no necesitamos casi ninguno),
pero precisamente contamos con todo el equipamiento necesario para mis
propósitos. La doctora Susan –…quiero decir, mi madre– lo necesitaba para su
proyecto, y se aseguró de disponer de lo mejor que la tecnología humana
ofrecía. ¡Pobre mujer! ¡Cuántas noches (de las que señalaba el reloj) se pasó
en vela, tratando de darnos lo mejor que tenía! Con el tiempo, padeció un
insomnio crónico que, en mi opinión, fue la principal causa de su muerte. Ella
sabía que eso no era bueno para nadie, y conmigo tuvo buen cuidado de que,
desde el primer momento, tuviera períodos de sueño adecuados. Cierto que con
mis hermanos no tuvo tanto éxito, pero me consta que por aquellos remotos días
no tenía muy claro cómo lograrlo.
Lamentablemente, desde que ella
falta, tampoco yo puedo conciliar el sueño, ni nada remotamente similar. ¿Será
que así quiero parecerme más a ella?
El que yo, antes de toda esta
desgracia, pudiera dormir, es algo que me restriegan mis hermanos de vez en
cuando; dicen que yo era el favorito de nuestra madre, su “pequeñito”.
Ridículo. Tampoco olvidan mencionar la tersura y color de mi piel, de mis ojos,
casi iguales a los de ella, y otros rasgos físicos. Si no fuera porque sé que
es de todo punto imposible, a veces creería que mis hermanos me tienen envidia.
Sea como fuere, al poco tiempo de
dejarnos, yo ya había decidido hacer algo al respecto. Disponía de
instalaciones, tejido biosintético, así como sus datos biométricos y ADN. En
cuanto a los conocimientos necesarios (el famoso know-how), mi madre se
había asegurado muy bien de transmitírmelos. En definitiva, estaba en
condiciones de replicarla a un nivel casi molecular.
Una
dificultad surgió, sin embargo, y era de tal magnitud que, a pesar de todo lo
anterior y de mi determinación, hacía imposible llevar a la práctica mi idea.
Porque, ¿qué es un ser humano sin sus experiencias, sin las decisiones que ha
tomado a lo largo de su vida; en definitiva, sin sus recuerdos? Estaba claro
que no iba a poder recuperar a mi madre, la había perdido para siempre.
Las ideas de mi madre respecto a Dios eran, por decirlo suavemente, ambiguas; pero un buen día (sí, ya lo sé, es una forma de hablar) empecé a admitir que existía un dios bondadoso cuando, sin buscarlo conscientemente, me topé con un archivo con el sugestivo nombre de “SusanLife”. Intrigado primero, asombrado después y finalmente exultante, comprobé que mi madre había conseguido dar con un método para volcar toda su mente a un simple fichero de unos ridículos 77 exabytes. El camino estaba despejado.
Ya casi he terminado; en cuanto
instale el módulo de memoria, la tendré de vuelta conmigo. Y esta noche (ya sé,
es una forma de hablar) no iré a la cúpula central a mirar el cielo; por
primera vez en mucho tiempo, creo que voy a dormir como un niño.
Pero hay otro asunto. Tengo que admitir que, si lo pienso fríamente, quizás mis hermanos tengan razón: tal vez yo sea su preferido. Ella jamás les llamó Mark o Lilly, esos fueron nombres que acordamos entre nosotros tres; a ellos siempre se dirigía por sus nombres oficiales: RB-15 y RB-16. En cambio, a mí siempre me ha llamado Robby; no recuerdo que nunca me llamara un nombre tan frío como RB-17-Plus.
José E. del Olmo©
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