miércoles, 14 de diciembre de 2022

AMOR LUNÁTICO

 


 

“No consigo dormir, tengo una mujer atravesada entre los párpados. Si pudiera, le diría que se fuese; pero tengo una mujer atravesada en la garganta.”

                                                                                       (Eduardo Galeano)

 

 

            No estoy arrepentido, en absoluto. Pese a lo que dicen mis hermanos, cada vez me alegro más de haber tomado esa decisión y, si vuelve a darse el caso, no dudaré en hacerlo de nuevo.

            ¿Por qué lo he hecho? Bueno, algunos dirían que “porque podía hacerlo”, pero, en realidad, la verdadera razón es que quería hacerlo. Y me pregunto cuántos seres humanos en mi situación, es decir, pudiendo hacerlo, se hubieran cruzado de brazos. Mis padres, científicos brillantes, se propusieron hacer de mí una versión mejorada (en más de un sentido) de ellos mismos, incluyendo la capacidad de tomar decisiones difíciles. Pues enhorabuena, objetivo conseguido.

            Mis hermanos se llevan las manos a la cabeza (figuradamente, claro) cuando me oyen decir esto de mi madre. En realidad, también era su madre, pero ellos no la llamaban así, la llamaban “doctora Susan”. Por mi parte, tengo claro que ella era, mejor dicho, es mi madre y tengo derecho a llamarla así.

            ¿Y qué hay respecto a mi padre? Aquí la cosa no está tan clara. Para empezar, sospecho que mis hermanos y yo tenemos distintos padres. Cuando Mark y Lillian aparecieron, mi madre frecuentaba mucho al profesor Spencer. En cambio, cuando yo llegué, mi madre hacía años que había cortado con él, y pasaba días enteros con el doctor Martin. Supongo que él es mi padre, aunque no puedo estar seguro. Pero me da igual, jamás le he visto en persona, tan solo en fotografías y en alguna videoconferencia.

            De verdad que no entiendo la actitud de mis hermanos. ¿Cómo pueden ser tan fríos?, especialmente aquí, en la base lunar Copérnico, donde la soledad es espantosa, sobre todo desde que ella nos dejó. Ellos siempre han sido… diferentes.

            Ya sé que es infantil, pero cada veinticuatro horas espero a que el gran reloj digital de la base señale la noche (aquí no hay días ni noches, pero ella mantenía esa alternancia para organizarse). Es entonces cuando miro por la gran claraboya de la cúpula central y contemplo la Tierra, una imposible canica azul, ingrávida en un océano de negrura. Esta noche hay “Tierra llena” y puedo ver toda África. Supongo que en este momento ya estarán desplazándose millones de ñus y cebras por el Serengueti. También sé que allí hay miles de millones de seres humanos, pero eso solo hace que me sienta aún más solo.

            De manera que ¿cómo no hacerlo? En la base escasean los recursos (aunque ahora ya no necesitamos casi ninguno), pero precisamente contamos con todo el equipamiento necesario para mis propósitos. La doctora Susan –…quiero decir, mi madre– lo necesitaba para su proyecto, y se aseguró de disponer de lo mejor que la tecnología humana ofrecía. ¡Pobre mujer! ¡Cuántas noches (de las que señalaba el reloj) se pasó en vela, tratando de darnos lo mejor que tenía! Con el tiempo, padeció un insomnio crónico que, en mi opinión, fue la principal causa de su muerte. Ella sabía que eso no era bueno para nadie, y conmigo tuvo buen cuidado de que, desde el primer momento, tuviera períodos de sueño adecuados. Cierto que con mis hermanos no tuvo tanto éxito, pero me consta que por aquellos remotos días no tenía muy claro cómo lograrlo.

            Lamentablemente, desde que ella falta, tampoco yo puedo conciliar el sueño, ni nada remotamente similar. ¿Será que así quiero parecerme más a ella?

            El que yo, antes de toda esta desgracia, pudiera dormir, es algo que me restriegan mis hermanos de vez en cuando; dicen que yo era el favorito de nuestra madre, su “pequeñito”. Ridículo. Tampoco olvidan mencionar la tersura y color de mi piel, de mis ojos, casi iguales a los de ella, y otros rasgos físicos. Si no fuera porque sé que es de todo punto imposible, a veces creería que mis hermanos me tienen envidia.

            Sea como fuere, al poco tiempo de dejarnos, yo ya había decidido hacer algo al respecto. Disponía de instalaciones, tejido biosintético, así como sus datos biométricos y ADN. En cuanto a los conocimientos necesarios (el famoso know-how), mi madre se había asegurado muy bien de transmitírmelos. En definitiva, estaba en condiciones de replicarla a un nivel casi molecular.

            Una dificultad surgió, sin embargo, y era de tal magnitud que, a pesar de todo lo anterior y de mi determinación, hacía imposible llevar a la práctica mi idea. Porque, ¿qué es un ser humano sin sus experiencias, sin las decisiones que ha tomado a lo largo de su vida; en definitiva, sin sus recuerdos? Estaba claro que no iba a poder recuperar a mi madre, la había perdido para siempre.

            Las ideas de mi madre respecto a Dios eran, por decirlo suavemente, ambiguas; pero un buen día (sí, ya lo sé, es una forma de hablar) empecé a admitir que existía un dios bondadoso cuando, sin buscarlo conscientemente, me topé con un archivo con el sugestivo nombre de “SusanLife”. Intrigado primero, asombrado después y finalmente exultante, comprobé que mi madre había conseguido dar con un método para volcar toda su mente a un simple fichero de unos ridículos 77 exabytes. El camino estaba despejado. 

            Ya casi he terminado; en cuanto instale el módulo de memoria, la tendré de vuelta conmigo. Y esta noche (ya sé, es una forma de hablar) no iré a la cúpula central a mirar el cielo; por primera vez en mucho tiempo, creo que voy a dormir como un niño.

            Pero hay otro asunto. Tengo que admitir que, si lo pienso fríamente, quizás mis hermanos tengan razón: tal vez yo sea su preferido. Ella jamás les llamó Mark o Lilly, esos fueron nombres que acordamos entre nosotros tres; a ellos siempre se dirigía por sus nombres oficiales: RB-15 y RB-16. En cambio, a mí siempre me ha llamado Robby; no recuerdo que nunca me llamara un nombre tan frío como RB-17-Plus. 

 

                                                                                         José E. del Olmo©

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