miércoles, 14 de diciembre de 2022

DOÑA ENRIQUITA Y EL ROSCO PERDIDO

 



—¿Duermes mal y tienes ansiedad durante el día? Pues te jodes.

Eso me soltó, la muy hija de, como si fuese un eslogan publicitario. Me quedé perplejo y sobrecogido mientras sus carcajadas de bruja maléfica rebotaban por las paredes de aquel minúsculo ascensor.

Estamos hablando de doña Enriquita, mi vecina de puerta, enviudada hacía cuatros meses y que progresivamente se había convertido en la reina leona de la fogosidad supina, o al menos así lo sufría yo. Se pegaba unas noches desenfrenadas, donde vibraban las paredes, se agitaban las lámparas y los gemidos parecían una ópera de Puccini. Al principio me parecía gracioso e incluso invité a amigos para que disfrutasen de semejante orquestación sexual, pero con el tiempo me fui agotando, al no poder dormir por las noches. Empecé a levantarme, irme al salón y encender la tele; y de repente me encontraba viendo El pico 2 a las tres de la madrugada, aquella película ochentera de Eloy de la Iglesia donde los yonquis coleguitas son el hijo de un picoleto y un macarra a chute limpio por las rías de Bilbao. ¡Y qué demonios hacía viendo cine quinqui a esas horas cuando a las diez de la mañana tenía un examen de física computacional y estaba en mi último año de carrera!

—Anda, chavalín, no te lo tomes a mal, que es sólo una broma –me dijo cuando el ascensor llegó a nuestro piso.

Doña Enriquita gastaba un sarcasmo que no acababa de pillar.

—Venga, pasa un ratito, que te invito a una Mirinda.

Aquella mujer era una manipuladora nata y yo tenía muy poca voluntad para decir que no. Y ahí estaba, en aquel salón decorado con tapicerías de animales de la jungla, como tigres, cebras, jirafas y muchos espejos, hasta por el techo.

—¿De naranja o de limón, chavalín?

—De limón, por favor, doña Enriquita.

Había también varios televisores y libros y cuadernos abiertos con anotaciones. Al principio pensé que las teles serían para ver porno y las anotaciones serían posturas del Kamasutra. Pero era sabido por todos que doña Enriquita era aficionada a participar en programas de televisión de esos a los que sólo van los listos de pacotilla; y afortunadamente para mí, todos los miércoles podía descansar, porque al día siguiente la vecina tenía que estar ágil mentalmente para asistir a la tele.

—Se me olvidó tu nombre.

—Felipe, doña Enriquita.

—¡Uy!, como nuestro rey. Ven pacá, mi príncipe, que te voy a enseñar una cosita. ¿Habías visto alguna vez una cama de agua?

—No, doña Enriquita.

—Pues pasa, que además es redonda.

No sé cómo, pero de repente estaba ahí, en el templo del desenfreno mayúsculo: cama redonda de agua, tapizados de tigre, y más televisiones y espejos por el techo.

Y no es que estuviese de mal ver doña Enriquita, era la clásica MILF, madurita, ultrafogosa, con un cuerpo exuberante, pero me imponía tanta mujer, y además yo no tenía las ideas claras. De momento, me excitaban más los pectorales desnudos de José Luis Manzano en El pico que retozar con aquella señora multiorgásmica.

—Anda, Felipín, mi príncipe, quítate la ropa y túmbate, que te voy a dar un masaje con estos aceites.

Y así respondí, solícito, quitándome la camiseta y los pantalones y tumbándome boca abajo sobre aquel lecho viscoso y vicioso. Giré la cabeza y distinguí unas esposas sobre la mesilla, lo cual fue una señal que me hizo incorporarme y precipitarme hacia la salida.

—¡Pero qué haces, desgraciado, dónde crees qué vas!

No dije nada, ni me preocupé de coger la ropa y me fui de ahí derrapando y en pelotas por el descansillo.

—¡Te falta calle, Felipe, te falta mucha calle! –resonaba su voz mientras escapaba de aquel antro de perversión.

Aquellas noches de pasión fueron in crescendo. Por allí pasaban de todos los colores y razas y ya no se conformaba con uno, sino que venían de dos en dos o en cualquier formato para completar los tríos, las dobles parejas o las escaleras de color.

Para olvidar aquellas sinfonías, empecé a frecuentar un after que había a dos manzanas de casa y que se llamaba Insomnio, lo cual no era lo más recomendable para terminar la carrera como esperaba ese año. Una de las madrugadas de aullidos, mientras veía, para más inri, por la tele El graduado, decidí que había que poner fin a la pesadilla.

Al día siguiente saqué todos mis ahorros y compré seis máquinas de percutir, pedí prestados algunos ordenadores y los conecté a un amplificador de 2000 vatios con sus correspondientes altavoces prestados por el Insomnio. Lo programé todo para que entrase en acción a las dos de la madrugada del día que doña Enriquita tenía su sesión de programa de sabiondos. Esa noche me fui al Insomnio y, según regresaba a casa a las siete de la mañana, vibraban las calles por los golpes percutivos y volaban los gemidos que emitían las plataformas de porno conectadas a los ordenadores. La calle estaba llena de gente bramando al ritmo de las embestidas mientras gritaban ¡Qué se asomen!, ¡qué se asomen! Los bomberos, dispuestos a tirar la puerta abajo, y la policía, explicando a doña Enriquita —con bata guateada y pantuflas con orejas de conejo— que sin orden del juez no se podía… Yo creo que estaba más fastidiada por no haber podido ser partícipe de la bacanal que por no haber dormido.

A las nueve encendí la tele y allí estaba Enriquita en primer plano: ojerosa y nerviosa y a tres letras de conseguir el rosco de 1.800.000€.

—“Con la C: acto consistente en la introducción del pene en la vagina”.

—“Coito”.

—“Con la H: falso fruto, dulce y nutritivo, que se prescribía en la antigua Grecia a los atletas olímpicos”.

—“Higo”.

—“Con la I: trastorno frecuente del sueño con dificultades para conciliarlo”.

—…

TIC-TAC-TIC-TAC

—…

—¡OOOOHHHHHHHH!

Suspiré satisfecho, diciéndome: le falta calle doña Enriquita, le falta mucha calle. Y me eché un sueñecito bien profundo.

 

Óscar Nuño©

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