miércoles, 14 de diciembre de 2022

LA INFINIDAD DE LA NOCHE

 


 

Todo estaba negro, en calma, preludio de nada bueno y perfecto. En el mismo instante, busqué con la mirada algo que no fuera la oscuridad, pero lo invadía todo, no se veía nada. De repente, como si mis plegarias fueran escuchadas pero por el mismísimo averno, gritos de miedo y terror entrelazados con disparos rompieron la nada, transformándolo en todo.

Los segundos se convirtieron en eternidad. La noche se volvió día. Gracias a la pólvora de las bombas, no podía moverme, algo me oprimía el pecho cada vez más, como si con cada llanto de desesperación fuera un peso más sobre mi cuerpo.

Grité con todas mis fuerzas, hasta que las lágrimas cruzaron mi rostro y la desesperación casi me come de un solo bocado; pero una voz hizo que todo fuera luz, pero nada más.

–Claudia, ¿me escuchas?, ¿estás bien? Sigue el sonido de mi voz. Respira tranquilamente; si no, vas a entrar en hiperventilación. Claudia…

Pero la voz se desvaneció, encontrándome en el mismísimo infierno de nuevo. Busqué algo con lo que poder soltarme del abrazo invisible que me oprimía. No podía pensar en otra cosa que en moverme, hacer algo.

Los gritos cada vez eran más aterradores, si eso era posible. Mi miedo crecía con cada bocanada de aire y el aire cada vez llegaba menos a mis pulmones, haciendo que el botón de pánico de mi cabeza se accionara, y así lo hizo. Entonces dejé de ser dueña de mis actos y fui mera espectadora de cómo mi cuerpo entraba en shock y no obedecía a nada que mi mente le mandase, y cuando ya había decidido dejarme llevar porque no tenía el control, la voz volvió.

–CLAUDIA, DESPIERTA. JODER CLAUDIA, DESPIERTA…

Entonces abrí los ojos, y me encontraba tirada en un sofá viejo de color marrón –bueno, en el viejo sofá de mi amiga Lucía–. Ella misma estaba encima de mí, con los ojos inyectados en sangre mezclada con lágrimas, mientras me gritaba de manera desgarradora que me despertara. Cuando se dio cuenta de que me había despertado, se quitó de encima y salió corriendo hacia algún destino que yo desconocía. Intenté pararla y preguntar qué había pasado, pero estaba atrapada, inmóvil, y entonces vi que las mantas se habían hecho una especie de camisa de fuerza y que, cuanto más intentaba salir, menos me movía. Cerré los ojos, respiré una bocanada fuerte de aire e intenté tranquilizarme. Todo lo que había pasado parecía ser solo un mal sueño. Escuché unos pasos acelerados entrando por la puerta, abrí los ojos, y una Lucía un poco menos revolucionada entraba con un vaso de agua.

–¿Cómo estás? ¿Me escuchas? Bebe un poco de agua…

Le sonreí como pude y asentí con la cabeza, ya que era la única parte de mi cuerpo que la manta no había hecho prisionera. Parece que Lucía me había leído la mente, porque dejó el vaso encima de la mesa, junto al mando de la televisión, y empezó a liberarme como hacía Houdini antaño en sus trucos de escapismo.

–¡Tía, qué susto me has pegado! De verdad que te falta una patata para el kilo, no te vuelvo a hacer caso. Te lo dije, llevas demasiados meses con insomnio y te ibas a quedar dormida viendo ese documental sobre la Segunda Guerra Mundial; pero no, la señorita es una cabezota, piensa que es una chorrada el no dormir bien durante varios meses, que es una etapa y ya pasará… ¿Pues sabes qué, amiga? Que te ha pegado un ataque de pánico mientras te echabas una siesta.

Intenté no salir corriendo para no darle la razón; pero ella me conocía muy bien, me tendió el vaso de agua y, mientras doblaba las mantas del sofá, me dijo:

–Clau, necesitas ayuda, no hay más excusas.

–Tienes razón. Voy a llamar para pedir cita –dije, mientras bebía agua.

–No, bebe tranquila y relájate, que para pedir cita con mi loquero ya lo hago yo, que igual nos hace una rebaja de 2x1 como en el súper.

Y solo pude sonreírle y dejarme cuidar.

 

Jezabel Luguera©

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