Todo estaba negro, en calma, preludio de nada bueno y
perfecto. En el mismo instante, busqué con la mirada algo que no fuera la
oscuridad, pero lo invadía todo, no se veía nada. De repente, como si mis
plegarias fueran escuchadas pero por el mismísimo averno, gritos de miedo y
terror entrelazados con disparos rompieron la nada, transformándolo en todo.
Los segundos se convirtieron en eternidad. La noche se volvió
día. Gracias a la pólvora de las bombas, no podía moverme, algo me oprimía el
pecho cada vez más, como si con cada llanto de desesperación fuera un peso más
sobre mi cuerpo.
Grité con todas mis fuerzas, hasta que las lágrimas cruzaron
mi rostro y la desesperación casi me come de un solo bocado; pero una voz hizo
que todo fuera luz, pero nada más.
–Claudia, ¿me escuchas?, ¿estás bien? Sigue el sonido de mi
voz. Respira tranquilamente; si no, vas a entrar en hiperventilación. Claudia…
Pero la voz se desvaneció, encontrándome en el mismísimo
infierno de nuevo. Busqué algo con lo que poder soltarme del abrazo invisible
que me oprimía. No podía pensar en otra cosa que en moverme, hacer algo.
Los gritos cada vez eran más aterradores, si eso era posible.
Mi miedo crecía con cada bocanada de aire y el aire cada vez llegaba menos a
mis pulmones, haciendo que el botón de pánico de mi cabeza se accionara, y así
lo hizo. Entonces dejé de ser dueña de mis actos y fui mera espectadora de cómo
mi cuerpo entraba en shock y no obedecía a nada que mi mente le mandase, y
cuando ya había decidido dejarme llevar porque no tenía el control, la voz
volvió.
–CLAUDIA, DESPIERTA. JODER CLAUDIA, DESPIERTA…
Entonces abrí los ojos, y me encontraba tirada en un sofá
viejo de color marrón –bueno, en el viejo sofá de mi amiga Lucía–. Ella misma
estaba encima de mí, con los ojos inyectados en sangre mezclada con lágrimas,
mientras me gritaba de manera desgarradora que me despertara. Cuando se dio
cuenta de que me había despertado, se quitó de encima y salió corriendo hacia
algún destino que yo desconocía. Intenté pararla y preguntar qué había pasado,
pero estaba atrapada, inmóvil, y entonces vi que las mantas se habían hecho una
especie de camisa de fuerza y que, cuanto más intentaba salir, menos me movía.
Cerré los ojos, respiré una bocanada fuerte de aire e intenté tranquilizarme. Todo
lo que había pasado parecía ser solo un mal sueño. Escuché unos pasos
acelerados entrando por la puerta, abrí los ojos, y una Lucía un poco menos
revolucionada entraba con un vaso de agua.
–¿Cómo estás? ¿Me escuchas? Bebe un poco de agua…
Le sonreí como pude y asentí con la cabeza, ya que era la
única parte de mi cuerpo que la manta no había hecho prisionera. Parece que Lucía
me había leído la mente, porque dejó el vaso encima de la mesa, junto al mando
de la televisión, y empezó a liberarme como hacía Houdini antaño en sus trucos
de escapismo.
–¡Tía, qué susto me has pegado! De verdad que te falta una
patata para el kilo, no te vuelvo a hacer caso. Te lo dije, llevas demasiados
meses con insomnio y te ibas a quedar dormida viendo ese documental sobre la Segunda
Guerra Mundial; pero no, la señorita es una cabezota, piensa que es una
chorrada el no dormir bien durante varios meses, que es una etapa y ya pasará… ¿Pues
sabes qué, amiga? Que te ha pegado un ataque de pánico mientras te echabas una
siesta.
Intenté no salir corriendo para no darle la razón; pero ella
me conocía muy bien, me tendió el vaso de agua y, mientras doblaba las mantas
del sofá, me dijo:
–Clau, necesitas ayuda, no hay más excusas.
–Tienes razón. Voy a llamar para pedir cita –dije, mientras
bebía agua.
–No, bebe tranquila y relájate, que para pedir cita con mi
loquero ya lo hago yo, que igual nos hace una rebaja de 2x1 como en el súper.
Y solo pude sonreírle y dejarme cuidar.
Jezabel Luguera©
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