FUNÁMBULA EN LA CUERDA DE LA MUERTE
Viajes de 64 kilómetros a Bilbao. Por fin, el 17 de julio, la
puerta del Consulado se abrió: yo era la primera en la fila de espera –la noche
en el hotel San Antonio dio su fruto–. El cónsul me tendió la mano e hizo
ademán de que me sentara. Me pidió el pasaporte (a estrernar); después, el
certificado, donde el director, Félix Sánchez, había escrito los pormenores de
mi trabajo, como el compromiso de que el 5 de setiembre del curso 1974/75 me
presentaría, bajo pena de amonestación seria, en mi lugar de trabajo. Por fin,
asió su estilográfica y echó una firma de rasgos elegantes en el visado. Con mis dedos derechos tamborileando
en la tapa cárdena del pasaporte, traspasé, ufana, la puerta. “Oh, otra vez,
no”; mas yo, altiva, no sentí lástima por los defraudados conciudadanos. Y guardé
el tesoro y sigo, desde entonces, con la
querencia de Diógenes.
El 3 de agosto, recibí el telegrama
tranquilizador de mi amiga Mari Cruz: “5
agosto te recogeremos, aeropuerto Miami, hora local: 17 horas.”
Durante el vuelo, entablé conversación con una chica que también
iba a Miami: se ofreció a ayudarme en el caso de que tuviera algún tropiezo en
la aduana, mas fui yo quien le tuve que ayudar a pasar, por la base del
mostrador, el espejo envuelto; según ella, nos desollarían vivas... Según me
despedía del agente, con el pie izquierdo iba adelantando el alijo. ¡”Andrea,
Andrea...”!, oí la voz masculina, conocida; seguí, sin inmutarme, como un
zombi. Ni el jet lag pudo cerrar mis
ojos...
Mari Cruz nos ofrecía unas bebidas refrescantes, mientras
hacíamos ejercicios de relajación. Y por
la mañana: hi...hi...hi..., saludando a los vecinos de la urbanización,
llegábamos a la playa. Aquel calor era
insufrible y me lancé al mar; tan rápida como entré, salí de la escaldadora agua: dos minutos en la
orilla, otros dos en el agua... Por la tarde, a eso de las 18h., conducíamos
al frontón Jai Alai. Comprábamos helados artesanos con el saludo de
la vendedora: I was waiting for you. “Y esta ¿cómo sabe que veníamos hoy?”
Mi amiga se reía de mi ocurrencia, pues ella, con cinco años viviendo en Miami,
bien sabía que era un simple saludo, como si hubiera dicho hello. Apenas
había gente viendo el buen hacer de los pelotaris; se colocaban ante los
monitores y apostaban fajos de dólares y
apuraban cigarrillo tras cigarrillo.
Finalmente, me despedí de mis amigos. Mari Cruz me dio las gracias
por mi visita. En aquellos días de buen humor y tranquilidad, había quedado
embarazada.
Yo viajé a Fort Pierce, donde jugaba mi hermano José y sus
amigos. Los fines de semana cocinaban los platos de Euskal Herria. “Venga,
Andrea, sé valiente y fuma dos caladas”. Ellos y sus amiguitas me aplaudían;
me daban órdenes para que me levantara, pero yo me asía a la silla: no sólo
temía el golpetazo contra el suelo embaldosado de la cocina, sino también la levitación a la que mi mente me
llevaría.
Las ojeras eran cada día más negras. El tembleque de las manos
rompía todo lo que cayera en ellas. Vomitaba cualquier comida o bebida. Por
fin, mi hermano, tan insomne como yo, pidió ayuda a Kepa –médico masajista– y
con su auxilio pude empezar, a tiempo, el curso escolar 1974/1975.
Isabel
Bascaran Garechana
San
Vicente de la Barquera, a 10 de diciembre de 2022
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