miércoles, 14 de diciembre de 2022

LA HORA DE LA VENGANZA



 Se le quebraban los pies cuando se levantaba, pero a esa hora siempre necesitaba ir al baño. ¡Maldito insomnio!, ahora ya no podría volver a dormirse. Se haría su té con menta y luego, a la galería a tomar el fresco, como cada madrugada. Se acercaba el verano y no se estaba mal, pero necesitaría su grueso chal verde de lana. A oscuras se estaba mejor; hoy no le apetecía leer. Cómodamente sentada en su gran sillón de mimbre, disfrutaba de su jardín, aún en semipenumbra. Observaba, como cada noche o madrugada, la casa de sus vecinos, algo alejada pero perfectamente visible. Llevaba haciéndolo durante doce  años. Le llevó un tiempo localizar a Walter y a Rebecca. Pero lo consiguió...

            Era profesora de piano, profesión que le permitía movilidad  y traslados fáciles. Baltimore era una ciudad grande, podría pasar desapercibida. Los espiaba de día y de noche, nunca se separaba de sus prismáticos. Una familia americana feliz, conservadora, de clase media alta. Ambos trabajaban en un bufete de abogados de cierto prestigio. Dos hijos adolescentes.                                          

            Nunca fue más feliz que aquella noche, después de la fiesta que ofrecieron. Vio cómo Walter abofeteaba a Rebecca –una frase equivocada y el alcohol, tal vez, originaron aquella terrible escena–. No tardó en presenciarlo de nuevo, escondida en su terraza tras una bugambilia. De las bofetadas pasó a las palizas, y ella, Tina, cada día era más feliz. Se merecían aquel infierno.

            Recordó el día de su propio accidente, hacía quince años. Conducía ella y no pudo evitar la moto que se le cruzó. Faltaba un mes para su boda. El hospital; el horror; el dolor. La dulzura de Walter con ella, su amor incondicional. Su cara destrozada y su vida en peligro. Pasaba el tiempo y las cirugías no mejoraban mucho su aspecto. Con el paso de las semanas, las visitas de Walter se fueron espaciando, y llegó un día en que desapareció para siempre. Hundida, decepcionada y destrozada, le costó mucho retomar los escalones de la vida, pero fue remontando. Su fuerza y su resentimiento eran sus motores. 

            Al final, la cirugía plástica hizo milagros. Aunque no recuperó su anterior y preciosa cara, seguía siendo Tina. La mirada no cambió nunca. Los malditos cristales desaparecieron de su vida. Y comenzó su obsesión: vengarse de Walter.

      Le costó tiempo completar el puzzle. Su exnovio se había casado y vivía en otro estado, disfrutando una vida feliz que le hubiera correspondido a ella.  Se trasladó a vivir cerca de su casa. Con su trabajo, no tuvo problema alguno. Un día se hizo la encontradiza con Rebecca. Los gemelos aún eran pequeños. Consiguió entablar una relación cordial de vecindad, pero no cercana. Jamás aceptó una invitación de Rebecca. No quería correr riesgos con su marido. Ya llegaría el momento...

            Esa noche, Tina, envuelta en su chal, encendió un cigarrillo. Admiraba las estrellas cuando sintió un coche frenar junto a su casa: el Pontiac azul de Rebecca, que utilizaba muy pocas veces. ¡Qué extraño, a esas horas! A los pocos minutos, vio salir a Walter de casa, a correr, como hacía cada mañana antes de amanecer. Algo no cuadraba. Nadie podía verla (salvo la brasa del pitillo), porque no había dado ninguna luz. Al llegar a los cubos de basura, él bajó de la acera y corrió un tramo por la calzada. A su espalda, el Pontiac arrancó, aceleró y atropelló al hombre. Un crujido siniestro paralizó la noche. Rebecca bajó del coche, comprobó el estado de su marido y comenzó a arrastrarlo hacia el maletero del coche –un esfuerzo excesivo para una mujer sola–. Tina no lo dudó un segundo y echó a correr. Se acercó a Rebeca y, sin pronunciar palabra, la  ayudó a subir a Walter y meterlo en el maletero. Con él dentro, muerto o no, enfilaron el coche hacia los acantilados, a unos cinco kilómetros. Una vez allí, juntas, lo cogieron y arrojaron el  cadáver al mar. Era una zona peligrosa, donde ya había habido algunos accidentes. Walter solía correr hasta casi el borde y dar la vuelta a casa. Esa noche debió de resbalar, comentó días después la doliente viuda. En este caso, el camino de vuelta lo hicieron solas las dos mujeres. Guardaron el Pontiac en el garaje –el golpe en la carrocería y el foco roto lo arreglaría en unos días el hermano de Rebecca, que era mecánico y adoraba a su hermana. 

            Las mujeres se miraron, se entendieron y se despidieron con un ligero abrazo. Tina volvió a su terraza y por fin pudo descansar… ¡Por fin! 

            A los dos días, los titulares de la prensa anunciaban la muerte de una mujer, en su casa. No hubo robo ni violencia. Un certero tiro en la frente acabó con ella. Aún estaba a su lado la tetera; el chal verde, en el suelo. La policía andaba totalmente desorientada. 

            En una casa cercana, una madre de familia denunciaba la desaparición de su marido. Y mientras, pensaba: cuánto te agradezco, Walter, que escondieras aquella pistola que tanto odié, y a la que tanto temí. Me ha servido de mucho, y ya está contigo en el mar. 

            Lo siento, querido, no podía dejar cabos sueltos.  


©REMEDIOS LLANO

    COMILLAS

    DICIEMBRE 2022 

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