domingo, 21 de noviembre de 2010

LA CASA VIEJA


Piluca está de vacaciones. Es final de verano, ya queda poca gente y se siente aburrida en la playa de un pueblecito asturiano en el que está veraneando con sus padres. Tan ensimismada estaba que no se enteraba de que alguien la observaba.

-¡Hola! Me llamo Jorge. -A Piluca se le ilumina la cara. Ya tiene un amigo de más o menos su misma edad, 12 años.

Chapotearon bañándose, se rieron y contaron historias.

-Ayer he descubierto una casa abandonada –dijo Jorge.

-¿Quieres que esta tarde echemos un vistazo?

Quedaron a las seis de la tarde; se encontraron cada uno dando sus buenos mordiscos al “bocata” de la merienda.

Enfilaron por un camino. Al final del pueblo allí estaba. Con lo primero que se encontraron fue con la verja grande y bastante llena de herrumbre de la entrada. Jorge empujó y la puerta cedió. La casa era grande y vieja, de dos plantas, un tanto descuidada pero hermosa. Ante ellos un círculo ajardinado con un gran magnolio en el centro les dio la bienvenida. A la puerta de entrada se accedía por los lados con sendas escaleras y barandilla de forja.

La casa en verdad que estaba muy descuidada; oscuras paredes y desconchones por doquier dejaban ver su piedra descubierta cual sangrantes heridas. Pero a Piluca no le acababa de convencer que fuese una casa abandonada.

-¿No ves que alrededor de la casa hay muchas flores? –le dijo. Margaritas grandes entrelazadas con rosas, caléndulas de vivo color anaranjado con geránios de diversos colores e hileras de hortensias bajo sus ventanas altas y de y de pintura muy deslucida.

-¿Buscáis a alguien? –dijo una voz detrás de ellos.

¡Ahhhh! –dieron un grito. Volvieron lentamente la cabeza y se encontraron con una señora un tanto mayor pero de cara bondadosa. Piluca avergonzada dijo:

-Jorge pensaba que era una casa abandonada.

-¿Queréis que os la enseñe?

-¡Oh, sí, -dijo Jorge.

Entraron. Todo era muy oscuro. Un pasillo largo iba de lado a lado de la casa con otra puerta al final que daba junto a la cocina. El suelo de madera ancha y muy oscura crujía que era un primor. De las paredes colgaban cuadros grandes un tanto ajados y oscuros de un color que casi no se apreciaban los paisajes pintados en ellos.

Abrió una puerta; era un despacho. Vieron muchos libros metidos en una vitrina y una mesa grande y oscura con un sillón muy labrado con el asiento de terciopelo rojo. A Piluca le gustó el pisapapeles que estaba encima de la mesa, una bola de cristal con muchos colores

-Esta es mi habitación, -dijo abriendo la siguiente puerta. Una cama altísima de hierro forjado y bolas de latón dorado presidía la estancia. Pero a Piluca le gustó aquella colcha de vivos colores, aquellas rosas en un jarroncito de cristal finísimo encima de la cómoda y el sol que entraba por los visillos transparentes por donde se podía ver el jardín. Era acogedora.

Estaba mirando un reloj de cuco muy gracioso y de pronto ¡las ocho!. El pajarito les devolvió a la realidad. Tenían que irse.

Al salir vieron en medio del pasillo una escalinata ancha que subía al piso de arriba.

-Os emplazo para otro día a merendar y seguir conociendo mi casa, -dijo Amparo- que así se llamaba la Sra.

-¡Claro que sí! Contestaron al unísono. Todavía les quedaban unos días hasta el comienzo de las clases.


II


Dos días después, Piluca y Jorge decidieron volver a la casa vieja que creían abandonada.

Esta vez entraron deseosos de ver a Amparo. La encontraron rastrillando hierba debajo de una higuera. Les sonrió y señaló los frutos gordos y dulces que comenzaban a madurar en sus ramas. Ni cortos ni perezosos se lo pasaron en grande, no solo comiendo higos, también ciruelas, claudias y peras de los frutales plantados a lo largo del camino que conducía al establo. Solo quedaba una lustrosa vaca que Amparo ordeñó delante de ellos en una jarra.

La finca seguía con una gran pomarada, llena de manzanas de diversas tonalidades según su clase, con las que harían sidra en un “lagar” que la familia tenía en el pueblo cercano.

Se adentraron en la casa sin olvidarse de la leche y los condujo directamente a la cocina. Era muy grande. Dos ventanales delante del fogón dejaban ver el camino de frutales que acababan de recorrer. Al otro lado una mesa para varios comensales les llamó la atención por su gran frutero de cristal tallado repleto de jugosas manzanas rojas, muy pulidas y brillantes. Encima, una barra de hierro, que en otra época colgaban todos los productos de la matanza, ahora solo tenía una ristra de chorizo, pero en cambio no faltaban las cebollas, ajos y pimientos choriceros, dando una nota de color a aquella vetusta y descolorida cocina.

Pero Amparo les dijo que harían un buen bizcocho para tomar con la leche, así que se pusieron manos a la obra. Había que cerner bien la harina, mezclar las yemas de huevo con la nata que tenía guardada y batir las claras a punto de nieve para que saliese esponjoso.

En un lateral de la cocina estaba la despensa, ahora bastante desprovista, pero no faltaban tarros de mermelada hecha por Amparo, y de tomate frito. Hasta dos botellas de Pacharán casero con sus guindas dentro reposando. Todo delicadamente expuesto en las repisas con puntillas de ganchillo. –Labores de invierno –como diría. Al fondo un montón de leña esperaba para ser encendida en la cocina de carbón, en cuanto los fríos llegasen.

Después de “ponerse las botas” merendando, subieron al piso de arriba por la escalera de desgastados peldaños y pasamanos pulido y brillante del sobe de los años.

Amparo les explicó que esta parte de la casa se usaba sólo cuando venían sus hijos, pero en el distribuidor encontraron “el arcón de los tesoros”. Estaba lleno de ropa antigua y los dejó un rato a sus anchas probándose estolas, vestidos de volantes con puntillas antiquísimas. Hasta encontraron un abanico lacado negro, con rosas rojas pintadas, espectacular y un sombrero adornado con plumas y cintas de lo más original.

Antes de irse. Amparo los dio una bolsa a cada uno para que pudiesen llevarles a sus padres un poco de fruta recién cogida. Seguro que les haría ilusión.

Todo había sido muy agradable y lo recordarían en esas tardes de domingo frías de invierno como algo cálido y entrañable. Ya Amparo sería una amiga muy especial para siempre. -“¡Hasta el año que viene!”, -Se despidieron.

Mª Eulalia Delgado González
Noviembre 2010

LA VIEJA CASA

¡Oh "vieja casa" que estás abandonada!,
ya vuelvo a ti,
voy a tu lado,
quisiera buscar las fibras más sensibles,
que se esconden y que duermen,
limpiar el polvo y telarañas
y recibir ahí, de nuevo, tus silencios.

Me gustaría saber escribir,
poder plasmar en unas letras
lo que siento,
decir en pocas palabras aquello
que brota en mi alma,
lo que arde en mis labios
y galopa en las venas.

Quisiera poner en orden los
muebles y rincones de esa
"vieja casa" de la aldea.
Aquellas paredes robustas,
curtidas por los vientos y las lluvias;
pintar sus ventanas oscuras,
abrir los balcones y las puertas,
dejar que el aire entre y se ventilen
los recuerdos y las sombras.

Qusiera tener la habilidad
de los artistas,
para poder cuidar aquel jardín abandonado,
en que busqué la rosa tanto tiempo,
para verlo crecer en primavera
y, nuevamente,
cortar allí la flor de la esperanza.

Quisiera desempolvar aquellos sueños.
Las viejas fantasías de la infancia,
los cientos de recuerdos apilados,
en el desván y entre las sombras,
junto a las sonrisas y los llantos
que ahora duermen allí,
solitarios y abandonados.

Quisiera abrir esas ventanas
y que la luz llegara hasta la cocina,
que penetrara en la biblioteca
y que las letras de los libros murmuraran,
como entonces,
aquellas viejas historias y leyendas,
aquellos cuentos que escuchaba y que vivía
mientras mi mirada se perdía entre las brasas
y los leños de la oscura chimenea.

Y quisiera sentir la vida y tu presencia.
Sentir ese latir medio alocado,
y roto de mi pecho,
buscando tu figura invisible,
la risa cantarina de tus labios,
tus manos tan preciosas,
el brillo de tus ojos, eternos y sin sombras.

¡Oh "vieja casa" del jardín de invierno!,
¡cuánto daría por poder hablarte,
por poder decirte todo esto con mis letras!,
¡por poder sentir tus muros
y fachadas con mis dedos!.

...Pero no sé escribir y lo lamento.
No puedo ofrecerte la flor
y la rosa como antaño,
ni puedo darte los besos que yo quiero.
Me queda sólo el recurso de los niños,
me queda simplemente la huella
profunda de tu abrazo
y ese candor inmenso de tu alma
y de tu vida, entre mis sueños.

Rafael Sánchez Ortega ©
08/11/10

LA CASA VIEJA

Hoy, hace diez años murió fulminado Raúl.

Vivía en La Casa Vieja, allá en el Cerro, junto al océano Pacífico. Mal vivía en compañía de su abuelita.

Irene emigró buscando un futuro más justo. Aterrizó en un barrio cercano al mar Cantábrico.

Las ovejas del barrio hablan la misma lengua ancestral. Todas muestran orgullosas su piel blanca, y las más añosas, apostadas a los lados de la entrada, impiden la intromisión de razas de menor rango.

Irene llegó en primavera, cuando todo reverdece y todo recobra vida, y con la vida llega la esperanza. Irene no encontró trabajo, pero se topó con mi hermano pequeño. Mi hermano era generoso, liberal, cariñoso, servicial. Sin pensarlo dos veces, acogió a Irene en la casona blanca. Pronto cambió el paisaje cotidiano: ni brazos en alto como saludo matutino, ni señales de stop para contarse las trivialidades del día –de vuelta del trabajo… Y mi hermano fue perdiendo su coraje, su auto estima y el brillo de su personalidad.

El segundo viaje de Irene a La Casa Vieja fue aún más alegre que el primero. Con la plata que llevaba no sólo aseguró una vida más decente para Raúl y la abuela sino que compró pintura para remozar La Casa Vieja y un balón de fútbol para su hijo. Pintaron la fachada de amarillo y verde, pusieron rímel en los marcos de dos ventanucos, y de carmín cubrieron la rugosa puerta. Y Raúl con su balón, la abuela e Irene formaron un cuarteto feliz frente a su obra: ¡parecía una Polichinela! Y se desternillaron de risa.

La marcha de su mamá fue algo más suave esta vez –a pesar de sus doce años. Raúl se exigió un duro y tenaz entrenamiento con la esperanza puesta en un mañana familiar. Y La Casa Vieja sería reconstruida.

Irene de nuevo en la casona blanca, se echó en los brazos de Ion. Lo encontró ojeroso, y más delgado. Ella intentó pasar algo del color y de la hilaridad de La Casa Vieja a las estáticas y antisépticas estancias. Sin embargo, nada cambiaba el ánimo de Ion que cada día vagaba más silenciosamente

El ruido de dos cucharas sobre los platos soperos fue roto por una llamada telefónica:
“Raúl ha sufrido un accidente fatal Un cable suelto –donde fue a parar el balón- ha sido el responsable”

Irene voló a La Casa Vieja. Asió una aguja de tejer y emprendió a pinchazos y rasguños contra el balón de cuero, a dentelladas cortó las puntadas. Después, llegaron las patadas y los arañazos que arrancaron todos y cada uno de los jugadores del equipo brasileño. La Casa Vieja se despanzurraba. Agarró la desvencijada silla y barrió lo que se mantenía de pie. Un abrazo triste a su madre mientras le escurría un rollito en el mandil.

Con la maleta llena de luto, Irene se unió a su pareja y también en pareja se enjugaban las lágrimas. Mas cada día, la noche se presentaba en la casona antes que en la casa de los vecinos.

El Día de los Difuntos, mi hermano y yo nos rezagamos ante la tumba de nuestros padres.

-Mari, no sé qué me duele más: la ausencia de Raúl o la presencia de mentes hitlerianas entre mis amigos.

- Dales tiempo. Tal vez lo necesiten.

“HORRA, HORRA
Gure Olentzero…”

Ion se abalanzó hacia la puerta. Delante los vecinitos, detrás sus padres. Cantaron el villancico enterito. Luego se formó un batiburrillo de brazos, cabezas, piernecitas…Los niños alzaron sus panderetas y entonaron el BELEN

“Campanas de Belén…”

Se lo sabían también enterito. Con el preciado aguinaldo en los bolsillitos de los trajes de Neskita y Baskito, los cuatro –agarrados de la mano -se alejaron.

La idea de construir un ambulatorio vecinal en La Casa Vieja del Cerro fue ovacionada por todos los parroquianos. Los gastos han sido y son sufragados por los vecinos. Desde hace cinco años, las noticias de La Casa Vieja van saltando de buzón en buzón.
¿Que qué más recibe mi barrio de La Casa Vieja?

Las ovejas se entienden ahora en varias lenguas. Las mayores han desaparecido. Y la piel no es ya tan blanca.

Y palpo la conexión perfecta, dulce e indestructible entre mi hermano, mi hermana y mis vecinos. Y…


Isabel Bascarán ©
San Vicente, a 16 de noviembre de 2010

GUARDIÁN

Erik era un chico que vivía en una pequeña aldea con su familia, bueno con su madre y su hermana pequeña ya que su padre, se había ido a trabajar a otras tierras y hacia mucho que no le veía.

La aldea era muy pequeña pero acogedora y reinaba una paz especial, o eso pensaba Erik, pero una mañana, mientras emoloneaba en la cama, escucho llorar a su madre. De un salto salió de la cama y se dirigió a la cocina, la encontró en el suelo, llorando desconsolada.

-¡Madre, madre!, ¿qué te pasa? ¿estás bien? Dime algo.

Pero no obtuvo ninguna respuesta, la levanó del frio suelo, la acercó a la chimenea y la abrazó tan fuerte como sus débiles brazos le permitieron. En ellos le volvió a preguntar y esta vez su madre rompió el silencio.

-Erik, mi niño, solo tengo miedo, nada más, solo miedo -. Y le acaricio dulcemente su cara, de niño bueno.

-¿Miedo? ¿Qué es eso?, explícamelo por favor, no quiero que llores.

-Cariño, eres muy joven y no puedo contarte que es el miedo, porque no se definírtelo, solo verlo. Pero no te preocupes que ya estoy mejor, ¡ves!, ya no lloro.

Él no se quedó muy contento con la respuesta, pero la aceptó. Se pasó todo el día observando a su madre para ver si el miedo ese volvía, pero él no vio a nadie. Mientras intentaba dormir, decidió que iría en busca de alguien que le explicara qué era el miedo y cómo enfrentarlo.

Y así lo hizo, se levantó muy temprano, preparó su macuto, dejó una nota a su madre en la mesa de la cocina, y a su pequeña hermana la dio un beso entre sueños infantiles, y comenzó su búsqueda. Al cabo de varias horas encontró un gran bosque de secuoyas, nunca las había visto y se quedó mirándolas un buen rato, pensando en cuanto tiempo llevarían allí plantadas.

De repente, entre aquellas maravillas de la naturaleza, apareció un precioso ciervo, pero eso no fue lo que llamo la atención de Erik sino, una extraña joven que corría tras él con un arco.

Ella al verlo se paró en seco, y se puso a mirarle como si fuese un animal perdido, y no tardo en acercarse.

-Hola, me llamo Erik, ¿Quién eres?

-Hola, me llamo Dafne, bueno llámame Diana. ¿Qué haces por el bosque?

-Diana, estoy buscando alguien que me ayude, ¿tú podrías ayudarme?

-¿Ayudarte?, claro, ¿cuál es el problema?

-Quiero saber ¿qué o quién es el miedo y cómo enfrentarlo?

-¿Para qué lo quieres saber?, eres muy pequeño.

-Es que mi madre no sabe definirlo y no quiero verla triste, por eso quiero saber que es miedo. ¿Me puedes ayudar?

-Yo no puedo decirte el significado de esas palabras, pero sé quien puede: el guardián de las palabras, él sí, podrá ayudarte.

-¿Quién? ¿Seguro que podrá ayudarme?

-El viejo guardián, vive en aquella casita vieja, justo al final del bosque, el sabe todos los significados de las palabras, además es muy bueno, a mi me ayudo con el significado de naturaleza, ahora la respeto y la defiendo. Porque ella es parte de nuestro mundo. Y quien no lo cumpla aquí esta Diana, para defenderla. Seguro que te preguntas ¿por qué me he cambiado de nombre?, es que el guardián también me contó que había una diosa, en la antigüedad que respetaba la naturaleza y era cazadora. Me gustó tanto esa historia que me puse su nombre.

Erik estaba sorprendido y ansioso por encontrar al guardián; se despidió de su nueva amiga y siguió el camino. Ya casi había acabado el bosque cuando encontró un pequeño lago, y en su orilla, estaba una joven pintado un cuadro, la saludó, y le preguntó si podía ayudarle, pero ella le contestó lo mismo que la cazadora, que ella no podía pero que conocía a alguien que sí podía, el guardián de las palabras; Lara que así se llamaba la chica le contó que la había ayudado a entender el significado de belleza y felicidad, y ahora podía plasmarlo en cuadros, para que la gente pudiera verlo y saber que existía, y no perder la esperanza de en contralas.

Erik, continúo su viaje, y al fin encontró aquella vieja casita al final del bosque. Ya frente a la puerta, se puso a pensar como seria el guardia, porque la casa, era muy grande, fría y además estaba muy derruida, como si nadie la cuidara, y de repente su gigantesca puerta se abrió y tras ella, un hombre muy alto, delgado y con una espesa barba le miraba con sorpresa. Erik saludo con normalidad y le explicó que le estaba buscando porque quería saber qué era el miedo y cómo enfrentarlo. Laro, que así se llamaba el guardián, le invitó a entrar .

Ya sentados frente a la chimenea, Laro le dijo que sólo le haría tres preguntas y luego él intentaría responder a la suya.

-¿Para qué quieres saber que es el miedo?

-Porque no quiero que mi madre llore y poder ayudarla.

-¿Cómo sabes de mí?

¡Ah!, gracias a Diana la defensora de la naturaleza y Lara la pintora de sonrisas.

Laro sonrió e hizo su última pregunta:

¿Crees que soy guardián de las palabras?-.

Rápidamente y con una sonrisa en sus labios, Erick dijo que sí.

-Has contestado a todas mis preguntas y ahora yo cumplo mi parte del trato-, se levantó del sillón y se acerco a la espectacular librería, cogió un libro muy gastado y se volvió a sentar. Erick se fijó en el título de aquel viejo libro: “DICCIONARIO”.

-Jovencito, este es el verdadero guardián yo solo soy un viejo profesor que enseña a todo aquel que quiere saber. El miedo, es un sentimiento, no una persona o una cosa. La única manera de enfrentarlo es ser valiente. Pero no puedo decir más, tienes que sentirlo. Pero puedo enseñarte muchas más palabras y decirte cuando sientes miedo.

El joven aceptó y así pasaron las semanas conociendo al mundo a través de las palabras, pero una mañana llego una carta, en la cual, la madre de Erik decía que le echaba mucho de menos y que volviera a casa. Tenía que darle una noticia muy importante para su vida. Él sintió algo muy extraño, y Laro se despidió de él y le dijo:

-Lo que sentiste al leer la carta era miedo y ya sabes, para enfrentarlo hay que ser valiente.

Erik tardó un día en llegar a casa, y al abrir la puerta vio a su padre, le abrazó y le contó que la noticia era que no volvería a irse nunca. Él le abrazó muy fuerte y pensó: “ siempre me enfrentaré a mis miedos, porque después hay algo bueno esperándome”

Jezabel Luguera ©
Noviembre 2010

LA CASA VIEJA

Hace ya más de 50 años se la conocía por el nombre de “la casa vieja” y todavía sigue en pie. Esto nos da una idea de cómo eran las construcciones un siglo atrás. Muros de casi un metro de anchura levantados piedra sobre piedra sin apenas material que las mantuviese unidas. Demostrando el saber hacer de los canteros de mi pueblo cuya excelente fama llegaba a traspasar las fronteras de boca en boca.

A los costados de esta casa, compartiendo paredes medianeras hay otras dos viviendas de construcción algo más reciente, que mantienen la misma estética en su fachada. En el argot de estos tiempos serían casas adosadas.

La casa vieja, que es la que nos ocupa en estos momentos, tiene tres plantas habitables si contamos el desván, que aunque no se consideraba una zona para hacer vida familiar en ella , sí que acostumbraba a estar habitada por algún que otro roedor.

El recuerdo que yo tengo de esa casa es de cuando era muy pequeña, por lo tanto es posible que mi descripción no sea todo lo exacta que debiera corresponder a la realidad. A partir de este punto volveré a mi niñez, e intentaré rebuscar en ese pequeño baúl de recuerdos que se conserva en algún punto de mi maltrecha memoria.

Ese desván al que hacía mención es muy extenso. Ocupa toda la superficie que tiene la casa y con una altura en la cumbre bastante considerable, teniendo en cuenta las medidas habituales en la época en que se edificó; o quizás sólo sea una errónea apreciación subjetiva de su observadora cuyos ojos no levantan mucho más de un metro del suelo.

Resulta toda una aventura quitar el pestillo de la puerta, hecho de madera, no hace mucho a tenor de la diferencia de color existente entre las dos piezas. El color de ese pestillo es mas bien blanco mientras que toda la madera de la casa tiene un color grisáceo. Es de suponer que el paso del tiempo, las inclemencias del mismo y el uso diario la hayan llevado a ese estado pues no tengo conocimiento de ningún árbol gris.

Después de levantar la aldaba poniéndome de puntillas, no sin cierta dificultad para unas manos tan pequeñas, la visión que aparece ante mis ojos siempre me paraliza durante unos minutos. No hay luz artificial y la vista necesita de un tiempo para habituarse a la penumbra.

La única luz que penetra en aquel habitáculo lo hace por las separaciones que hay entre sus tejas ya rotas o movidas de su sitio por el viento.

Repartidos por el suelo del desván hay numerosos recipientes de muy variadas formas y materiales: calderos de cinc, viejas palanganas de porcelana ajada, abollados orinales, latas de aceite abiertas en su parte superior con alguna herramienta punzante que dejaba peligrosas muescas cortantes en los bordes. Todos estos recipientes en desuso, aparentemente abandonados sin orden ni concierto, curiosamente coinciden verticalmente con algún rayo de luz solar; casualidad esta indicativa de que por donde entra el sol en los días de bonanza también es paso abierto para el agua en días de lluvia.

Subir hasta allá arriba es siempre una aventura porque nunca sé lo que voy a encontrarme. Dependiendo de la época del año en que se haga la incursión a las alturas una se puede encontrar con: manzanas, maíz, alubias, patatas, nueces... Incluso con numerosas filas de palos colgados de las vigas, repletos de largas ristras de chorizos cuidadosamente alineadas, y una gran batea de cinc, justo debajo, de la que sale abundante humo para curar el embutido que se consumirá durante el año.

La duración de esta visita dura tanto como lo que se tarda en escuchar las apresuradas carreras de algunos roedores asustados por la presencia humana. Casi la misma velocidad que ellos llevan en una dirección llevo yo en marchar en dirección contraria poniendo todas mis fuerzas en cerrar la desvencijada puerta para evitar que alguno de esos, a veces no tan pequeños, habitantes del desván puedan seguirme.

Después de un instante que me tomo para que los latidos del acelerado corazón vuelvan a su estado normal busco con la mirada mi próxima estancia a visitar. Ahora me encuentro en el segundo piso, en una sala, libre de cualquier mobiliario, que sirve como paso a dos habitaciones, al corredor y a la cocina.

Me llama la atención que, salvo el corredor, el resto de las estancias carecen de puertas. No soy capaz a distinguir si se han perdido con el tiempo o, sencillamente, nunca existieron. En la parte superior de los marcos de las dos habitaciones cuelgan sendas cuerdas que atraviesan las jaretas de dos trozos de raídas y descoloridas telas que hacen las veces de cortinas.

Dentro de una de las habitaciones se adivina la presencia de dos camastros. Es una habitación interior, sin ventanas y por consiguiente sin luz solar. No me gusta mucho esta estancia, prefiero la de al lado que sí que tiene una ventana por la que, aunque esté cerrada, entra la luz del sol en verano y mucho frio en invierno. Su madera está tan estropeada que a veces me entretengo en sacar mi pequeña mano por alguno de sus agujeros.

También aquí hay dos camas con viejos cabeceros de hierro. Son muy altas y para subirme a dar saltos encima del colchón tengo que buscar algo que me ayude a escalar. Como el mobiliario no abunda, suelo aprovechar el orinal que siempre hay bajo la cama. Cuando la suerte me sonríe y lo encuentro vacío le doy la vuelta y me sirve de escabel. Cuando los muchos quehaceres no les han dejado tiempo a las mujeres de la casa para hacer la limpieza diaria, incluido el orinal, desisto de practicar mis saltos sobre el colchón y opto por ir a inspeccionar la cocina. ¡¡Este si que es un mundo para explorar…!!

Contrariamente a las cocinas que conozco de otras casas, esta es muy pequeña. Tampoco tiene puerta. Las paredes fueron pintadas en varias ocasiones y de diferentes tonalidades. No es que sea adivina, no, lo que ocurre es que los numerosos desconchones que tiene dejan ver distintos colores superpuestos pero todos ellos tienen impregnado el color negruzco del hollín que unido a la grasa forman otra capa más. Con mis cortas entendederas a veces pienso si no será esa mezcla la que mantiene en pie la pared.

El frente de la cocina consiste en un fogón de pared a pared, ya he dicho que no es muy grande la estancia, donde lo que más me llama la atención es el fuego que hacen encima sin que haya ninguna cocina a la vista. Escucho que los mayores lo llaman “llar”. Justo debajo del fogón está hueco y tienen unos tablones a modo de estanterías que sirven para colocar los pocos utensilios de cocina que tienen, y un hueco importante está reservado para la leña que usan para la lumbre.

Encima de donde arde el fuego tienen un artilugio de hierro redondo con tres patas sobre el que colocan el “pucheru” de la comida que se llama trébede.

Encima justo está la campana que, por imposible que me pueda parecer, todavía está más negra que las paredes, y además brilla. A mi me gusta mucho tocarla porque está suave. Esa sí que no se sabe de qué color era porque el grosor de hollín unido a la grasa no da pie a desconchones. En alguna ocasión, cuando nadie me ve, intento rascarla con algún cuchillo pero es demasiado dura y no consigo ahondar.

Esta campana está adornada en todo su contorno con una repisa de madera de unos diez centímetros de ancho, donde colocan pequeños utensilios de cocina como: el salero, el almirez, el molinillo de café, dos o tres candiles, alguna palmatoria con velas ya casi consumidas, las cerillas para encender y un fuelle de madera y cuero que, además de servir para avivar el fuego me sirve de juguete en las largas tardes de invierno.

Encima del fogón también tienen una batea de cinc, siempre con algo de agua dentro, que a falta de grifo en la casa sirve lo mismo para beber, para cocinar o para fregar. Junto a esa batea está colgado un pequeño tanque esmaltado en blanco con el borde superior pintado en azulón, que se utiliza para coger el agua y darle el uso que corresponda en cada momento.

Esta cocina, también tiene una pequeña ventana que comunica con el corredor de la casa, donde siempre hay algo para comer. Tomates, manzanas, nueces...

Al corredor se pasa desde la sala por una puerta de doble hoja con cristales en la mitad superior que permiten la entrada de luz y ventilación a la casa.

El suelo es de madera, hecho con tablones de diferentes larguras, anchuras y grosores lo que deja bien a las claras que se han ido reponiendo con el paso de los años, según se iban estropeando. Todo el frente del corredor está protegido por una barandilla con barrotes, ya muy viejos, pero donde todavía se mantienen sus figuras torneadas.

Debajo de este corredor es donde ponen la madera apilada para hacer leña cuando sea necesario. Hay algunos enseres del campo como palas, praderas, guadañas, azadas…Incluso han encontrado un hueco para el arado. En las paredes está colgado el yugo para uncir las vacas de tiro, junto con algunos correajes y cuerdas para amarrar la carga en el carro.

Justo por aquí, debajo del corredor está la entrada a la casa y a la cuadra, porque esta casa es tan vieja, que tiene la cuadra de las vacas en la planta baja, y personas y animales entran por la misma puerta compartiendo lo que llamamos el “portal” de casa. Las personas suben unas escaleras que llevan a la vivienda antes descrita y los animales pasan hasta el fondo del edificio donde se van colocando cada cual en su sitio, ya sabido, sin necesidad de ayuda.

El piso superior a la cuadra se utiliza como pajar para mantener la hierba secada durante el verano hasta su uso en los duros inviernos.

De esta peculiar manera animales y personas conviven en una simbiosis. El ganado en la parte baja de la vivienda tiene algunos inconvenientes, principalmente de parásitos y aromáticos, pero dan un calor que, a falta de calefacción, no tiene precio.

Quedan muchas cosas por contar, y muchos rincones por rememorar de esta vieja casa, pero lo considero excesivo para quien pueda estar leyendo estas letras, porque de una manera u otra… ¿quién no ha tenido una “casa vieja” en su vida?


Laura González ©
Noviembre 2010

LA CASONA Y YO

Vengo de la vera de los valles,
paso con cansancio y sin esmero,
tengo mil tristezas en los ojos
soplo de corrientes en lamento.

Vengo de soñar sin detenerme
torno de cuidar a mis abuelos,
dando por el prado hasta vaivenes
dejando tan baldíos mis deseos.

Siento que se dejan en la entrada
tantas ilusiones de otros tiempos.
Ahora la familia vuela sola
siguen renovando sus proyectos.

Somos esa casa que se queda
yerma, desgajada por el viento,
ojos sus ventanas que se atrancan,
tejas inclinadas, casi en vuelo.

Hay hasta tabiques encorvados
y ellos se doblegan por sus huesos,
esos canalones descolgados
de la ancianidad que yo contemplo.

Las ajadas puertas de maderas
son viejas orejas en su aspecto,
ven sus ojos hoy con cataratas,
vidrios deslucidos y con velos.

Esas humedades de la casa
ceden constipados, sufrimientos,
y esas grietas en los ventanales
pueden ser heridas en los sueños.

En habitaciones desertadas
silban hoy en sus oídos, ecos,
son casi sorderas que les privan
de algunos cariños o lamentos.

Ya los escalones hacen ruidos
o articulaciones en su duelo,
acaso las paredes agrietadas
fueran finas pieles y el cabello.

Somos estas casas donde moran
y como nosotros, posan presos,
es la senectud que nos transforma
y unos cuantos años, mil esfuerzos.

Mientras, en la casa se distinguen
las reparaciones en silencio,
buscan las mejoras necesarias
para resistir, aun siendo viejos.

Porque amigos míos he pensado
que nuestra epidermis es atuendo,
es nuestro interior donde guardamos
nuestra juventud y los recuerdos.


Ángeles Sánchez Gandarillas ©
San Vte. de la Barquera
9 de noviembre de 2010

LA VIEJA CASUCA

En aquel tiempo el Monte Corona era un bosque sin fin. Desde las cumbres más altas solo alcanzabas a ver lomas y hondonadas perdiéndose en el horizonte, y allá a lo lejos, la frondosidad del monte se fundía con las brumas grises que difuminaban la unión del cielo y la tierra. Solo hacia el norte y en días limpios y despejados, las aguas del mar Cantábrico ponían pinceladas de azul en la estampa inmensa.

Batallones de robles gigantes pregonaban con su ancianidad el señorío del lugar, y hayas de esbelto talle agrupadas junto a ellos pretendían seducirlos. Castaños y laureles trepaban por las laderas, mientras que buscaban canales y profundos riachuelos los abedules y alisos. Entre ellos, tilos y nogales, servales, cajigas y acebos cargados de bolas rojas… Y salpicando el monte en las simas y barrancos pero siempre en solitario, el tejo mágico y sagrado junto al cual hacían los cántabros sus conjuros.

El suelo de espesa alfombra confeccionada con hojas secas de muchos años, con helechos y tímidas flores silvestres que ocultan la belleza de sus pétalos tras musgos siempre húmedos, y líquenes de cien colores donde habitan legiones de invertebrados, daba al bosque el olor acre y penetrante de naturaleza salvaje.

Arriba, justo donde inicia su descenso la Canal de la Biércola, y como si fuera una calva del robledal estaba la braña. Eran cuatro carros de tierra mal contados, y casi en el centro de ellos una vieja casuca mostraba al sol cuando lucía y al agua cuando llovía, sus paredes de piedra sujetas unas a otras con cal y barro. La viga maestra del tejado dejaba sentir el peso de sus años hundiéndose en el centro, y las tejas de barro cocido descolocadas a causa de ello, obligan a la mujer de la casa a colocar un par de cacharros donde recoger las goteras que de otro modo mojarían el jergón de hojas secas de maíz donde dormían. El camastro en un rincón, y sobre el jergón dos mantas de pura lana donde dormitaban los gatos durante el día.

Por eso María cuidaba celosamente de que al menos uno de los dos cirios que tenía sobre un cajón de madera ardiera de continuo para ahuyentar a los malignos Núberos, esos genios diminutos y malévolos que conducían hasta allí las nubes y las tormentas. Tanto como tenían de pequeños tenían de obstinados y caprichosos, y cuando a pesar de estar las dos velas encendidas seguían arreciando las tormentas, a la pobre mujer no le quedaba más remedio que quemar en la lumbre del llar algunas de las pocas hojas de laurel bendito que para tales ocasiones guardaba. Cuando el olor de laurel quemado inundaba la cocina huían de allí los Núberos llevándose con ellos los rayos y centellas a lugares menos protegidos.

El suelo de la casa era de barro apisonado y una pared hecha de zarzo revocado de boñiga separaba a los humanos de las bestias. La puerta era angosta, y un solo ventanuco dejaba pasar un tímido rayo de luz sobre el fogón donde unas astillas de roble ardiendo daban calor a la única olla de hierro.

Tasio era partidario de que mientras no llegaran los días fríos, la puerta debía permanecer abierta para que se ventilara el interior, pero María la cerraba de continuo por miedo a que se le colaran dentro los Núberos de las tormentas, y si no eran ellos, podían entrar los Trentis, que las mujeres del pueblo decían que iban siempre vestidos con hojas y musgo, que comían endrinas del monte y panojas, y que cuando ya no las había en las tierras, se metían en las casas para robarlas y levantarle las sayas a las muchachas. Aseguraban las mujeres que los Trentis tenían la cara negra y los ojos eran verdes como el musgo con que se cubrían, que en verano dormían bajo los abedules del bosque y en invierno buscaban cobijo entre las peñas de las hondonadas.

La mesa donde comían separaba la cocina del dormitorio, y bajo ella buscaba el perro los mendrugos caídos a mediodía. Después de olfatear los rincones de la cocina salía al sol de la calle, se enroscaba ante la puerta y con paciencia y finas dentelladas iba matando las pulgas que acribillaban su cuerpo escuálido.

Durante las noches de invierno María y Tasio pasaban horas interminables sentados al calor de las brasas, y para entretenerse asaban castañas que pelaban y comían con parsimonia, mientras que de cuando en cuando sorbían del tanque que estaba sobre la mesa, leche recién ordeñada. Hablaban de los últimos comentarios de los hombres del pueblo en la taberna, de Blas: Decían que en unos riscos, cerca del mar de San Vicente de la Barquera, un Cúlebre atacó a dos hombres que pescaban percebes y mató a uno de ellos mientras el otro que pudo escapar contó la tragedia a la gente que le escuchaba asombrada. Decía que el Cúlebre era grande como un dragón y tenía alas gigantes de murciélago con las que abrazó a su compañero mientra le escupía fuego a la cara, y él pudo escapar porque invocó a Santiago.

María, que escuchaba con toda su atención cuanto Tasio le relataba, volvió los ojos a la puerta de entrada para comprobar que estaba bien cerrada, y luego al ventanuco. Cuando se le pasó el miedo que la historia de Tasio le provocó, miró al techo donde el humo escapaba entre las negras ripias del tejado, y se dijo para sus adentros que los chorizos colgados allí arriba en los clavos de los cabrios estaban bastante curados, que los descolgaría al día siguiente y los guardaría en el fondo del arca de castaño donde no pudieran alcanzarlos las uñas de aquellos gatos tan ladrones que tenían en la casa.

En primavera cató Tasio las colmenas que estaban junto a la estacada, y apenas encontró miel. Aseguró María que lo robaron las Ijanas que vivían en la cueva de San Pedro de Chas, que sabía ella de buena tinta que eran una glotonas, que por eso tenían las tetas que tenían, grandes y gordas como maconas, que para poder caminar sin que el peso las hiciera caer de bruces, las echaban al hombro al tiempo de andar, y que si no eran tan malas como las Ojáncanas que pegaban y pinchaban a los Ojáncanos hasta hacerlos sangrar, poco les faltaría.

Fue una pena que aquella primavera no hubiera más miel en los dujos porque no podría cocinarle al lambión de Tasio tantos dulces como otras veces. Los pocos panales que cogieron tenían que ir a Gullanu como todos los años, porque se acercaba la “noche de las Anjanas”, y de todo era capaz María menos de dejar sin miel a sus protectoras.

En medio de la braña de Gullanu estaba la cajiga de ”los siete pernales”, y en torno a ella danzarían las Anjanas aquella noche iniciando así sus ritos de primavera. Aunque nunca las había visto, María siempre estuvo segura que irían hermosas y radiantes, vestidas de tul y gasa de blancura deslumbrante, con flores y cintas de seda adornando sus largas cabelleras. Deshojarían rosas mientras bailaban para que ningún transeúnte se perdiera en el bosque, para que los animales del monte no sufrieran epidemias, y para que los árboles se libraran de los rayos que los Núberos traían. Tocarían con sus báculos mágicos las zarzas para hacer que florecieran, y al amanecer, antes de que nadie pudiera verlas desayunarían la miel de María con “maétas” silvestres del campo.

A la mañana siguiente María madrugó y corrió a Gullanu con la esperanza de encontrar algún pétalo de las rosas deshojadas porque sabía que ser poseedora aunque solo fuera de uno solo, era garantizar la salud y la felicidad de la familia. Se sorprendió cuando descubrió que los panales de miel que tan primorosamente había colocado en la escudilla de barro, estaban intactos. Ni rosas, ni pétalos, ni flores, ni hierbas pisadas que indicaran que las Anjanas danzaron allí aquella noche.

María sabía que antes de subir a danzar en Gullanu, las Anjanas se bañaban en la poza del Salvieju, y corrió a comprobar si el agua olía a madreselvas, como olía todas las primaveras después que ellas se bañaran.

Caminando canal abajo descubrió la mujer que los espinos y abedules habían perdido las hojas recién nacidas y una legión de pájaros negros volaban sobre la poza. De repente percibió que cuanta vegetación crecía en torno al agua se había secado, y era ensordecedor el graznar de los cuervos y miruellos, y los grajos, y estorninos junto a ella. Entonces las vio. Blancas como la cera, transparentes como el cristal, cubiertas por el agua de la poza. La gasa de sus túnicas diluyéndose en el agua, y las flores de su pelo arrastradas por la corriente, y María sintió que el alma se le partía.

Remangó la saya a la cintura y entró al agua tratando de socorrerlas. Siete, ocho, nueve o diez…Preciosas como princesas, todas muertas.

-¡Pero, cómo! ¿Qué ocurrió? .- Y sin esfuerzo alguno levantó a la más próxima.

La Anjana hizo su último prodigio, y la muerta habló:

-Nuestro mundo se acabó, María. La gente ha dejado de creer en nosotras, y ya no hay razón para seguir viviendo. Morimos nosotras, pero nace la Mitología, a partir de hoy no seremos más que leyenda…

Jesús González. ©
noviembre de 2010

VIEJA CASA

Ya nadie habita la casa,
Sus paredes ya dormitan
Albergando esos recuerdos
Con nostalgia de una vida.

Sus ventanas carcomidas,
Las puertas apolilladas
Telarañas son cortinas
Asomando en su fachada

Dentro, en los salones,
esos tapices eternos,
con colores desteñidos
se reflejan en sus lienzos.

Los techos están ajados,
Se vislumbran las goteras,
Muchas tejas levantadas
Por los vientos y tormentas.

Vidrieras que en otro tiempo
brillaron con hidalguía,
los escudos con blasones
desprendidos agonizan.

Sus maderas agrietadas,
de pisadas incesantes,
con trasiegos sucesivos
de asiduos habitantes.

Ya nadie habita esta casa,
cuentan que fue de nobleza,
entre sus muros de piedra
han quedado sus leyendas.

Historias y comentarios
Entre halos de misterio,
susurros entrecortados
dicen que allí se oyeron.

Flor Martínez Salces ©
Noviembre-2010

LA CASA VIEJA

Junto al camino
estaba la casa vieja
con su balconada
tan hermosa y solariega.
Por los cuatro costados
el sol lucía
y todos al pasar decían
¿cómo es que está vacía?

No hay quién la habite,
está para nidos de golondrinas,
los niños se hicieron grandes
que por ella jugaban y corrían
ellas buscaban otro rumbo
para formar sus familias,
la casa se quedó sola
abandonada y fría.

Sólo queda el recuerdo
de quienes vivieron
algún día
recuerdos de infancia
lejana que no se olvida,
allí vivieron los padres
abuelos y bisabuelos
yo diría, solo quedan
los recuerdos de piedras
enmohecidas.
Las tablas desechas
por la carcoma,
las vigas casi hundidas.

Recuerdos tristes y alegres
todo se acaba en la vida,
aquellos frutales frondosos
que alrededor de la casa había,
daban copiosas cosechas
y de todo abastecían,
manzanas, ciruelas, peras,
higos, castañas, cogían.

Aquel olor a hierba seca
que en el pajar recogían
para comer el ganado
en invierno si llovía.
Se trabajaba una huerta
con legumbres y verduras,
para todo el años
comer la familia.
Todo se acabó hoy en día,
no faltaba en el corral
los polluelos y gallinas,
y un cerdo en la cuadra
que se cebaba con harina.

En la casa vieja
se hacía la matanza,
curándose junto al fuego
al amor de la cocina,
chorizos, lomos, costillas,
los jamones y tocino
boronos y las morcillas,
después de salados
se colgaron en la cocina.

La deshoja del maíz,
participaba toda la familia,
algunos vecinos y de
pueblos más cercanos,
las magostas de castañas.
En las deshojas eran típicas.
con algún sorbo de anís
para arreglar la fiesta.

La cosecha de alubias
era inmensa aquella pila,
que llegaba hasta el techo
y en le desván no cabían;
maíz, patatas, alubias,
manzanos, todo para el año.
Buenas pilas de leña
en el corral
para atizar la cocina.


Blanca Santos ©
30-X-2010

LA CASA VIEJA

En un puente del “Día de La Hispanidad”, unos amigos les invitaron a pasarlo en la casa de la abuela de Kiko.

Kiko y Belén eran una pareja de recién casados, al igual que nuestros protagonistas, María y Santi que aceptaron gustosos. Por la mañana, partieron los cuatro en coche. Tras dos horas de carretera, llegaron a la plaza del pueblo y allí estaba “la casa”, pero no era vieja, era antigua, con trescientos años a su espalda. En el pueblo la llamaban “el palacio“, era la típica casa del sur que exteriormente no refleja el impresionante interior.

Entraron por un gran portón que antes fue las caballerizas y aparcaron; Kiko llamo:

-¡Esperanza!

Al rato apareció una señora de unos setenta años, enlutada, bajita, con el pelo corto y cano, regordeta y adorable. Fue su “tata” cuando niño y de sus seis hermanos, ahora fiel compañera de su abuela Asunción, aunque ésta no se encontraba en la casa por la festividad.

Cruzaron el patio, lleno de plantas y flores de todos los colores, a continuación de un gran salón con muebles antiguos pulcramente conservados. A María y Santi, les llamó la atención el techo, pues estaba decorado con cerámica en relieves de flores, angelitos... en suaves tonos pastel, y con vitrinas y óleos.

Una vez acomodados en las respectivas habitaciones, por Esperanza, los cuatro bajaron a la gran cocina, acogedora y grande, con ollas de cobre decorando las paredes, cocina de carbón negra y dorada, mesa y sillas de madera. Se sentaron a las órdenes de ella. Al rato llegó un primo de Kiko con su mujer, tras las presentaciones la comida, unas deliciosas migas del sur con vino del lugar.

Después del café, Kiko enseñó el resto de la casa a María y Santi. Les impactó sobre todo, la habitación de la abuela, pues ésta comunicaba por una pequeña ventana de celosías, directamente a la iglesia del pueblo.

La tarde se empezó a poner gris y tormentosa, la lluvia comenzó. Las mujeres se quedaron en el salón, Esperanza les contó que el primer Señor del palacio se le apareció cuando ella tenia apenas quince años, tras unas cortinas, allí mismo en ese salón. A María que estas cosas no le gustaban nada, la tenía sobrecogida de tal manera que no quería oír lo que Esperanza relataba tan segura.

Tras la cena se reunieron para jugar al póker; Belén y la mujer del primo se fueron a dormir, pero María estaba muerta de miedo y no quiso separarse de Santi, era la única mujer y sin tener ni idea del juego. Al grupo se unió el capataz , un hombre serio y enjuto que miraba con muy mala cara a María, pero esto no le importaba, prefería esto, antes que estar sola en la habitación.

Comenzó el juego, reparto de cartas... Ella como en otro mundo. Santi le apretó la mano para tranquilizarla... de pronto, con la tormenta, la luz se fue; encendieron velas. María no daba crédito a lo ocurrido; se aferró al brazo de Santi. El juego cesó, los truenos seguían, los dos se dirigieron a su habitación portando una vela en la mano. Pasaron por un largo y oscuro pasillo; de pronto un busto con la figura de Cristo, que a la luz de la vela parecía que movía las pupilas. María se pegó más a Santi. Llegaron a la habitación, se acostaron. Fue una noche de película de terror, truenos, ruidos y miedo.

Al día siguiente todo había cambiado. Sol radiante y luminoso. El sur es así. Las tres parejas desayunaron juntas; ¡sorpresa!, Esperanza regaló a cada mujer, un bonito sombrero de paja típico del pueblo con una cinta de color alrededor; la de María era azul.

María y Santi siempre recordaron aquella casa antigua, que no vieja, altiva, sobria a la par que acogedora, y entrañable. Quizás en esto último tenía mucho que ver la singular y leal Esperanza.

Ana Pérez Urquiza Urquiza ©
Noviembre 2010

ENCUENTRO DE PASCUA DE RESURRECIÓN

Jueves y viernes santo,
ir y venir de gentes
que visitan San Vicente.

Sábado de Gloria
una concurrida procesión,
trasladan a la Virgen
de su capilla a la iglesia mayor.

La banda de los flechas
con tambores y cornetas,
los jóvenes vestidos de marinos
con antorchas encendidas
preparando para iniciar la procesión.

Marcando el paso al son de tambores
cantando y rezando con devoción,
multitud de gentes de fuera
participan con entusiasmo y admiración.

Al pasar por el muelle
la iluminación de los barcos
y las bocinas en marcha
en reverencia a la madre del señor.

Nos pasamos por el pueblo
Con las gargantas ya roncas
De rezar y cantar a nuestra Reina
Y a nuestro Señor redentor.

La virgen vestida de luto en el
Colegio de Cristo Rey se quedó
allí se reza la salve
cantada con devoción,
y la echan unas vivas
a la madre del Señor.

Domingo por la mañana
ya suben para la iglesia,
que se encuentra con su hijo
para celebrar la pascua de resurrección.

A los quince días se celebra
la folía misa cantada
por la coral Barquera
por la tarde bajan
a la Virgen en procesión
la cantan las picayas
y tocan las panderetas,
la pasean por mar
y la llevan a su capilla.


Blanca Santos ©
20-10-2010

lunes, 15 de noviembre de 2010

ENCUENTROS

Acaba de pasar en estos momentos el mayor “Encuentro” de 33 hombres sepultados, como todos sabemos, por presa, radio y TV, en una mina chilena a 700 m. de profundidad con nuestro mundo. “La Tierra ha parido” dicen; y creo que la frase quedará para la historia.

Han sido 70 días de incertidumbre y esperanza. Gracias a su presidente, que escogió lo mejor de la tecnología, ha acabado en casi un milagro. Ahora viene para estos hombres enfrentarse como he escuchado, de las negruras de las profundidades, a la luz de los focos, de este un tanto “circo mediático” en que se está convirtiendo todo y quizás mas de uno no lo pueda digerir. La verdad es que ahora se merecen lo mejor después de tanta angustia, pero no olvidemos que cada pocos minutos muere un niño de hambre también en este mundo.

Otro “Encuentro” ha sido ayer mismo, día 14 en que comenzamos de nuevo otro curso del Taller de Escritura.

¡Todo alborozo y alegría! Entusiasmados con la nueva etapa que tenemos por delante y ya un montón de papelorios que Foncho nos dio de nuevo para ver si consigue ir puliendo estos “diamantes en bruto” que somos y se vislumbra algún destello por alguna de sus aristas. ¡Ah!, y tenemos nueva compañera, se llama Dolores y viene de donde me crié, de Torrelavega, ¡bienvenida!

El mejor momento fue al final, cuando inesperadamente María en nombre de todos le obsequió a Foncho un regalo muy entrañable. Un libro con alguno de sus versos y que nuestra amiga Nieves había encuadernado deliciosamente, ¡creo que lo emocionamos!

Hace buena tarde, cojo la revista de El Semanal y me salgo al jardín a leerlo; mi nieta de dos años revolotea jugando en torno a mí. De pronto veo un reportaje que ya sabéis me interesa sobre pintura impresionista. “Renoir y las mujeres”. Es uno de mis predilectos, así que le voy a sacar jugo. (Muestra monográfica de 31 piezas en El Prado)

A este genial artista cuando le preguntaban por su técnica, el contestaba “pinto como un niño” sin reglas ni métodos. Pero sí que tenía un secreto; el amor por la vida y su formación artesanal, trabajando en un taller de París donde imitaban piezas de Sevres, y mientras sus compañeros se iban a comer él se recreaba en el Louvre.

A los 17 años ingresa en la Escuela de Bellas Artes y se hace amigo de Monet, Bazille, Pisarro y Sisley. Contagiado por ellos comienza a pintar al aire libre. Muchos años después cuando descubre a Rafael en Italia volverá sobre sus primeros pasos. A los 40 años decide pintar desnudos femeninos y será un tema con mayúsculas a lo largo de su vida en que acaba pintando con el pincel atado a la mano por su artritis, que lo tiene confinado en una silla de ruedas. 4.000 obras nos ha dejado como legado para la humanidad.

En el reportaje hay dos fotografías grandes de dos cuadros para mí desconocidos. En ese momento mi nieta se acerca y me dice: (abuelita mira, se la ve el culo). Yo le explico que es la foto de un cuadro; una señora junto al rio que se va a bañar y se recoge el pelo para no mojarse la melena. ¡Ah! dice, y sigue jugando. El otro, el que me parece tan intimista (una mujer cosiendo en el jardín) me ha recordado esos momentos en los que junto a la ventana de mi habitación bordaba para el “ajuar de novia” como solíamos hacer casi todas. He recortado la página y me han entrado muchas ganas de pintarlo. Me he vuelto a “Encontrar” con mis pinceles y lienzos de nuevo que tenía muy olvidados. No se si seré capaz de pintarlo decentemente, pero me he propuesto hacerlo.

Mª Eulalia Delgado González
Octubre 2010

sábado, 6 de noviembre de 2010

EL ENCUENTRO

La tienda Interflora requirió mis servicios. Colocaron el extraño encargo con rigor, pero con mucho mimo en el asiento de atrás.

El recorrido se asemejaba a una de esas etapas duras que emprenden los ciclistas. En el ascenso al puerto de Izua, primera categoría, elegí una música de fondo relajante para que no se percataran del precipicio; creo que alguna se durmió. Desde lo alto, hasta la señal de Aginaga, disfrutaron de un airecillo suave y natural mientras el automóvil bajaba plácidamente.

Pronto les expliqué:

-Señoritas, dejamos Gipuzkoa y nos adentramos en Bizkaia. No me prestaron mucha atención. Pero pronto nos encontramos en el tramo letal; orillados hasta las zarzas, una curva de 90 grados daba paso a otra de 180. Desde el espejo retrovisor vi que alguna se tornaba pálida, alguna jovencita se desvanecía.

-Por favor, bellezas: respiren hondo que sólo nos quedan dos revueltas.

Ellas fueron formales. Tomé la bifurcación anterior al pueblo. De nuevo otro ascenso, esta vez de segunda categoría.

-¿Ven ese hermoso caserío blanco? Es ahí. Esa es su meta. -Ellas se retocaron.

Al primer toque de claxon salió una mujer bajita, linda y alegre. A la segunda llamada apareció ella. Era una joven de unos veinticinco años. Risueña, con una melenita negra; tez blanca y tersa. Llevaba un vestido verde, sencillo, pero que le quedaba como un guante.

Estiró sus torneados brazos, también sus bellas manos adornadas por uñas lacadas de rojo, y rodeó el cuerpo búcaro con voluptuosidad. Sus ojos se posaron en las preciosas rosas rojas, luego se fijaron en las frágiles orquídeas, después en las azules campánulas. Sus pálidos labios rozaron los pétalos de los lirios, besaron los capullitos de las prímulas. Su boca probó la textura del jazmín y esnifó el néctar de la lavanda. Y así rezumando placer fue alejándose silenciosa en sus sandalias de cuero.

La madre, feliz, se despidió por las dos.

Con las manos nerviosas sobre el volante, los ojos fijos en la sinuosa carretera fui reviviendo el encuentro. Sus brazos se extendían, ¡se extendían, esta vez hacia mí! Sus labios buscaban los míos. Su naricilla aspiraba mi Old Spice Mis manos se aferraron al volante. Esta vez sus brazos rodearon mi cuello. "¡Ay, las malditas curvas!". Sus labios humedecieron mi lóbulo derecho; parpadeé para deshacer la neblina. Ahora, sus manos acariciaban mi camisa; todo me asfixiaba. Por fin la frontera. Un solo segundo para apagar el motor.

Isabel Bascarán ©
Noviembre 2010

jueves, 4 de noviembre de 2010

ENCUENTROS AL AMANECER


Suena a película de ciencia ficción, lo sé, pero nada que ver, estos encuentros son reales, sin montajes ni decorados de pega, esto es lo que contemplo muchas mañanas de otoño, cuando amanece.

Tengo últimamente por costumbre llevar la cámara de fotos conmigo pues cada día es irrepetible y no quiero perderme ni un sólo detalle de este acontecimiento matinal.

Ver amanecer es uno de los mayores placeres que nos regala la vida y no quiero perderme ni uno solo de ellos, esto es un regalo de la madre naturaleza del que no me quiero privar.

Describirlo es difícil pues por mi mente pasan miles de sueños y anhelos viendo este panorama, dentro de mi siento una paz y una calma difíciles de explicar.

No encuentro las palabras para definirlo por eso saco esas fotos que guardo con mimo y me cuesta compartir, no es por egoísmo, si no porque son una parte de algo que siento muy adentro y es como si me perteneciera solo a mi.

Es como abrir el corazón y sacar los sentimientos para que los demás los vean, pero con un poco de recelo y protegiendo esta belleza inigualable para que no se pierda.

Lo que siento, no se como contarlo, decir que por unos instante me quedo extasiada. Ver esa inmensa belleza es indescriptible, por un momento se detiene todo, se para el mundo, y ahí aparece sublime el cielo, con su regalo, la noche se va haciendo día y lentamente deja una estela de belleza, el silencio lo invade todo, y los colores asoman caprichosos para dar color a ese lienzo natural.

Son sólo unos instantes, pero tan bellos que nunca quisiera dejar de contemplar y, cuando van desapareciendo, poco a poco, me invade una melancolía que embarga mis sentidos.

Aunque sé que mañana o pasado, quizás los vuelva a presenciar, ninguno es igual a otro por eso, siempre espero con calma esos encuentros al amanecer.

No hay palabras que describan
Esta inmensa maravilla
Esos encuentros al alba
Los sentidos encandilan

Son bellos amaneceres
Inmensa madre naturaleza
Que nos regala con mimo
Su insuperable belleza

Flor Martínez Salces ©
31-octubre-2010

ENCUENTROS ASTUR – CÁNTABROS


Hace 54 años a alguien se le ocurrió grabar una película donde, viajando por las Asturias de Santillana, se daban a conocer las similitudes existentes en las vidas y costumbres de Astures y Cántabros.

Las fronteras que sobre el mapa separan las dos regiones no son suficientes para distanciar a dos pueblos unidos por su misma orografía, modos de vida, folklore y gastronomía. Incluso las cuevas prehistóricas, con sus pinturas rupestres, halladas en ambas provincias nos demuestran que lo que ahora dicen ser dos pueblos diferentes comenzaron siendo uno sólo.

Aquella película, olvidada con el paso de los años, ha sido recuperada y restaurada por un grupo de personas de la bonita villa de Ribadesella, que formando la Sociedad Etnográfica de dicha villa, tienen como fin dar a valer y difundir los recursos con que cuentan en su rico entorno.

Uno de sus muchos aciertos ha sido el recuperar esa vieja filmación, y a partir de ahí, pensaron en darnos a conocer, o quizás sea más acertado decir que nos han hecho recapacitar sobre algo que todos sabemos, pero que no le damos la importancia que, bajo mi humilde punto de vista, debiéramos.

Para que quede de manifiesto con la práctica todas las similitudes existentes entre la zona oriental de Asturias y la occidental de Cantabria han sacado adelante los "ENCUENTROS ASTUR-CÁNTABROS". Este año se cumple el tercer encuentro. El primero se celebró en la villa riosellana donde tiene su sede la Asociación Étnica, con la participación de numerosas personas a nivel individual o como componentes de las muchas asociaciones culturales y deportivas de ambas comunidades, que a diario dejan constancia de las innumerables similitudes existentes en esta zona.

Tienen estipulado en sus bases que cada año sea un Ayuntamiento diferente, alternándose las provincias, quien organice los "ENCUENTROS".

En el pasado mes de Octubre ha sido Ribadedeva quien ha tenido el honor de continuar con la propuesta, siendo, como ya he dicho, el tercer año que se celebra, después de haberlo hecho magníficamente el pasado año el Ayuntamiento de Reocín.

La importancia de este evento a nivel institucional queda patente si decimos que el Presidente y la Vicepresidenta de Cantabria, junto al Viceconsejero de Cultura del Principado de Asturias, han estado presentes en la inauguración de las jornadas, acompañados por los alcaldes de los Municipios que forman parte de este precioso rincón del norte de España.

En sus discursos de presentación nos han recordado “los lazos históricos y culturales que, desde tiempos remotos, hermanan a ambas comunidades”.

Según el presidente Revilla “cántabros y asturianos somos la misma tribu, la misma historia, la misma hermandad y el mismo paisanaje”.

Se comentó también en esta presentación la importancia que tiene, por ser la única en toda España, la Mancomunidad formada por los municipios de Ribadedeva y Val de San Vicente, pertenecientes a diferentes comunidades autónomas, para mejorar los servicios a sus vecinos.

Las actividades han sido numerosas, hasta tal punto, que en los dos días y medio que ha durado el "ENCUENTRO" han tenido que coincidir algunas de ellas por falta de tiempo para abarcar todos los ámbitos comunes que se han querido resaltar.

La mejor muestra que podemos tener de esta hermandad entre las dos provincias es la cantidad de cántabros viviendo en Asturias y de asturianos viviendo en Cantabria, que si el mapa no nos dijese que hemos cambiado de comunidad nosotros no nos habríamos enterado.


Laura González Sánchez ©

Octubre 2010

ÉL SABÍA QUE NADIE LO ESPERABA...

Él sabía que nadie lo esperaba
y que todo moría sin remedio,
que eran guiños formados por la mente,
fantasías de locos en sus sueños.

Pero él acudía a aquella cita
y seguía el dictado de su pecho,
sus latidos un tanto acelerados
anunciaban la hora del encuentro.

Recordaba la linda caracola,
en la playa, quitándose sus velos,
y también la silueta tan serena
del ciprés que preside el cementerio.

Una gota de lluvia le saluda
y le manda un mensaje de los cielos,
es la lágrima tibia y el suspiro,
a su cara bajando con un beso.

Pero llega al rincón tan añorado,
donde el haya y el roble, con el fresno,
recogieron antaño sus promesas
y guardaron celosos el secreto.

El hechizo se rompe lentamente,
un sonido regresa con el eco,
es la voz temblorosa, inconfundible,
que su nombre pronuncia desde lejos.

Un temblor le recorre las espaldas,
un temblor que es de frío y no de miedo,
y la sangre acelera sus impulsos
y también las pupilas de los ciegos.

Es la brisa que llega cantarina,
el salitre que viene con el viento,
es la voz de la tierra que le llama,
el volcán y la lava de lo eterno.

Nadie espera en el bosque en esta hora,
el encuentro es el sueño de los necios,
pero el hombre que busca y desespera
seguirá con su sueño hasta el invierno.

Hoy la brisa le deja una caricia,
como ayer, como siempre y en silencio,
a pesar de ese encuentro tan baldío,
que producen las fiebres en los cuerdos.

Rafael Sánchez Ortega ©
17/10/10

EL ENCUENTRO

Día a día haces tu futuro y día a día haces tu pasado.

"¿Solo recordamos lo que nunca sucedió?"... Esto no es mío, lo he copiado de un libro que estoy leyendo en este otoño y me ha gustado. Lo primero si es mío, se me ocurrió así, de pronto, mirando las manecillas del reloj; “menos cinco” -me dije, ¡presente!, enciendo un cigarrillo... lo consumo mientras leo el libro, lo apago, vuelvo a mirar el reloj que continua con su tic...tac, tic...tac...

Paso una pagina, otra...y otra mas, vuelvo a mirar las agujas del reloj, ”y media” me repito, ¡ya es pasado!.

Cada tic...tac, tic...tac, es un presente, pasado y futuro, es como cuando parpadeas; un parpadeo antes, otro parpadeo después.

¿A qué viene todo esto? no lo sé, son pensamientos que en un día gris y lluvioso, en pleno otoño, me lleva a estas tonterías y a otras más. Por ejemplo vislumbras un gran cedazo, en el cual vas cribando tu vida, lo malo va cayendo, lo bueno queda en el arel, ¡balanza!, ¿qué pesa más?. Y continúa ese tic...tac, tic...tac, a veces insoportable, determinante, marcándote de alguna manera tu vida, restándola o sumándola.

Encontrándote con él, día a día, con un quizás, un puede ser, un será...

Encontrar, encontrando, encontrado, ¡ocurrirá!, ¿El qué, el encuentro...?, ¿de qué?

¡De la VIDA!


Ana Pérez Urquiza ©
Octubre 2010

HERMANAS


Estaban esperando según se entra al recinto, aprovechando una cena-fiesta multitudinaria. Buscaban entre aquel gentío a compañeros de entonces, pero era una tarea difícil. A pesar de los restantes 407 asistentes, pudimos sentarnos juntas entre el alboroto general. Estábamos más o menos, en la mitad del polideportivo, en la mesa intermedia con otros 80 comensales.

Gracias a la altura del recinto, los humos del tabaco, las conversaciones y el calor, se diluía en el espacio. La organización se encargó de todo, estaba correcto a pesar del gentío allí reunido.

Teníamos enfrente un grupillo de muchachos jóvenes y mujeres de más o menos mi edad; el ambiente fue caldeándose poco a poco, saludábamos a diestro y siniestro, mientras pasaban a sentarse. Cientos de "¡holas!, de cuánto tiempo sin verte, claro vivimos fuera, luego hablamos…", besos y abrazos urgidos en el incesante pasar entre las sillas, etc.

Al fin sentadas, pudimos mirarnos y ver nuestro aspecto, el exterior y el interior.

Para mi gusto están un poco delgadas, pero se las ve sanas, fuertes y felices. Comenzamos mil conversaciones, otras tantas risas, compartiendo con las personas más cercanas.

-¿Reconoces aquel chico?, es Miguel

-¿Aquél es Miguel?, ¡no ha cambiado casi nada!

Hablamos de nosotras, de los parecidos a nuestros padres o a nuestros hijos, aunque noté más esa similitud genética en mis hijas, sus sobrinas. Era la primera vez que estábamos realmente solas y despreocupadas, una circunstancia bien difícil, pues los trabajos, la crianza de hijos y nuestras parejas, otras ocupaciones y ese algo de lejanía, nos tiene incomunicadas; quizá por eso, por ser escasa la distancia, nos esforzamos menos en vernos.

Las guasas subieron de tono, cuando una de las chicas del otro lado, sacó un paraguas, lo abrió y siguió cenando. Nuestro asombro fue mayúsculo, nos miramos y surgió la risa. Barajamos mil motivos para esta decisión, desde que había bebido algo, o simplemente, una superstición; nuestra sorpresa siguió creciendo, al ver gotas de agua bajando por aquel tenso tejido; pero no quedó ahí la cosa, la hermana de la emparaguada se quejó amargamente de que si no inclinaba ese instrumento a un lado, se mojaría más que ella.

Los chicos de enfrente nos miraban asombrados, quizá pensaban que nuestra edad era la adecuada para ser unas damitas serias y formales. Al final se unieron a nuestras chanzas, conversaciones y chistes.

He ido descubriendo algo sobre esta gotera, pervive en el polideportivo desde siempre, dependiendo de la dirección del viento y de la lluvia, aparece esta huésped, que hoy asomó celosa, queriendo participar del encuentro de aquella multitud en alegre reunión.

Nuestra contertulia, con más capacidad de resolución, recomendó juntarse hacia los lados para dejar espacio a la gotera protagonista del entuerto acuoso, trasladando a una persona a la cabecera de la mesa. Así quedó ese lugar libre para la gota en soledad, apropiándose del lugar central de la misma.

Seguimos departiendo, hasta que llegó la hora de la foto de todas las promociones de picayos. Ellas acudieron obedientes a las gradas que sirvieron de apoyo escalonado, casi 400 estaban preparados, quedamos fuera los acompañantes, los fotógrafos, periodistas y medios de comunicación en general.

Hecha la foto regresaron. Comentaron después una anécdota; por lo visto fueron requeridas por una señora.

-¡He, mozucas!, vosotras no podéis estar en la foto, es sólo para picayos.

-¡Qué dice mujer, somos de la promoción del 84-85!

-Pues a ver, ¿Quiénes sois?

Dieron sus nombres.

-No me lo creo, ¿y tus padres, quiénes eran vuestros padres?, ¡a ver a ver!

Con paciencia, dijeron los nombres, incluso los apellidos y, hasta el domicilio familiar.

La señora en cuestión cayó del “guindo” y se disculpó, con ellas, y después conmigo, un tanto agobiada.

-Es que han cambiado tanto, el despiste y esta memoria.

-No pasa nada mujer, es normal.

-¡Hay hijuca, cuánto lo siento!, qué apuro pasé.

-No te preocupes, perdiste la pista.

Mis hermanas entre risas y una cierta sensación de haber sido interrogadas, en un tercer grado policial, regresaron a la mesa después de un buen rato, tropezándose en el camino de vuelta a muchos conocidos, igualmente residiendo en otros lugares.

Se abrió el baile y salimos escopetadas a la pista. Primero a lo suelto, después otros estilos, pasodobles, vals, rumbas, rock o latinos. Ahí estaba mi punto flaco, comenzó la diversión activa, además conociendo alguno de sus pasos, más a gusto y segura.

Pedí un baile a mi hermana menor.

-¡Bueno, a ver qué me haces que estás tú muy “estudia”!, comentó con una carcajada espectacular.

-Nada hermana, cosas sencillas, que no quiero hacerte sufrir, sólo bailar.

Pudo comprobar, que era más fácil de lo que imaginaba.

-Angelines, ¿sabes que te pareces a papá bailando?

La sorpresa y el orgullo se mezclaron dentro de mí, primero porque no recordaba que mi padre bailara, lo segundo que parecerme a él, aunque tan solo sea en eso, me satisfizo al máximo.

Bailé luego una bachata con la mayor, se dejaba llevar y retenía fácilmente los pasos.

Llegó el momento de las remembranzas, músicas de veinte a treinta años atrás, de sus movimientos y aquella especie de coreografías, e incluso, acompañando a coro las letras por todos los allí congregados.

Después de casi tres horas en movimiento, ellas se rindieron y yo decidí irme también, si bien es cierto, que hubiera seguido una hora más.

Un encuentro disfrutado plenamente, cariñoso, un placer a repetir, vivir momentos relajados con ellas, además ayudaron a insertar en mi memoria, vivencias infantiles, algunas menos agradables, pero al fin, parte de mi vida, de la suya, del tiempo…

Es una suerte que me quieran, hasta con los traspiés cometidos entonces.

¡Siempre hermanas, siempre... !


Ángeles Sánchez gandarillas ©
San Vte. de la Barquera
16 de octubre de 2010

ENCUENTROS

El deseo del encuentro era grande. Tan grande era, que aunque la cita de nuestro Taller era a las siete de la tarde, una hora antes ya estaba yo en la biblioteca matando el tiempo con el Diario Montañés entre las manos.

Entonces llegó ella. Alta, rubia y de buen ver. Llegó decidida a la mesa donde yo me encontraba, y ni las buenas tardes me dio. Cogió el periódico Alerta que estaba sobre la mesa, y sin mirarme siquiera fingió un gran interés en su lectura. A partir de ese momento yo también fingir leer el mío, pero lo que realmente hice fue observarla a hurtadillas, porque desde ese instante estuve convencido de que era ella, la nueva. Sabía que esa tarde nuestro grupo de aspirantes a escritores se incrementaría con un miembro femenino más, y la recién llegada no podía ser otra. Se me antojó que sus gafas modernas le daban aspecto de institutriz, y con el rabillo del ojo descubrí en su rostro una piel de terciopelo. Maquillaje, me dije, y seguí leyendo en mi periódico la anécdota de la señora de Revilla en el desfile del día de la Hispanidad en Madrid.

Enseguida fueron llegando los demás, y nos regalamos amplias sonrisas unos a otros porque aunque más que encuentros aquello eran reencuentros, algunos hacía ya tanto tiempo que no nos veíamos, que las mujeres habían “enguapecido” una barbaridad. Creo que fue María la bibliotecaria quien entonces nos la presentó a todos. María Dolores se llama, aunque para los amigos es Dolo. Y Dolo se unió a todos nosotros escaleras arriba, y cuando nos sentamos en nuestro rincón de las letras ya me pareció un miembro más de aquella familia.

A Blanca, Laly y Ana las he visto con frecuencia durante el verano, y a Lines la he tropezado cien veces por las calles del pueblo, y si no era con un chiste, lo era con un comentario jocoso, siempre me arrancó una carcajada, o cuando menos una sonrisa. El resto sí fueron verdaderos reencuentros: A Isabel que como de costumbre se sentó a mi izquierda, la encontré radiante; ese día parecía vender felicidad, y pensé que su semblante era el reflejo de un verano satisfactorio junto al inglés de su vida. Flor, que además de Flor, tuvo que haberse llamado “Sonrisa”, nos sorprendió a todos con su idea convertida en realidad gracias al buen hacer de Lines y Nieves… El torbellino de Jezabel se hizo presente derrochando juventud, y de repente, sin esperarlo y tras escucharse unos pasos firmes y decididos apareció María. Traía una sonrisa de oreja a oreja, y al lado, un mozo cargado de estrellas. María como de costumbre parecía resplandecer esa tarde. María resplandece siempre, porque me da la impresión de que sabe disfrutar la felicidad minuto a minuto, y hoy para garantizarla traía consigo todas las estrellas del firmamento en el brazo izquierdo de aquél muchacho. Y para hacernos felices a los demás nos leyó un trabajo donde nos hizo ver la añoranza que sentía por el Taller y sus componentes…Aunque estés lejos María, también nosotros te añoramos y siempre estas presente en nuestro recuerdo los días de reunión. Al final llegó ella, Laura. También hacía todo un verano que no sabía de Laura. Laura llegó tarde. ¡Qué raro que llegue tarde Laura! ¿Pero es que Laura llegó alguna vez a algún lugar a la hora acordada?

Hoy nos lo pusiste fácil, Foncho. Que habláramos de encuentros nos dijiste, precisamente el día que todos nos encontrábamos de nuevo. ¿O fue precisamente por eso?

Y cuando casi ya lo habíamos hablado todo se hizo presente el cumpleaños del director, que estaba pendiente. Todos sabíamos lo que era, pero muchos ignorábamos la exquisitez del trabajo. Fue un puñado de poemas del poeta de nuestro pueblo Rafael Sánchez Ortega, plasmado sobre un montaje de pura artesanía que solo unas manos como las de Nieves pueden lograr. Y allí una dedicatoria y una firma de cada uno de los que junto a él y bajo su dirección tratamos de “entarajilar” historias o relatos con un mínimo de belleza literaria. Después, eso, una copa todos juntos, que la ocasión bien merecedora era de ello.

Jesús González González ©
Octubre 2010

EL AMOR Y LA ESPERANZA

No me lo podía creer. Ahí estabas, te encontré, sin haberte buscado.

De repente, te das cuenta de mi presencia e intentas esconderte, aunque sabes que es inútil, porque ya te he visto.

Nos acercamos como dos extraños en un baile de mascaras, cada uno mirando hacia otro lado; y en unos segundos, nos encontramos uno frente a otro.

La gente pasa a través de nosotros, como si no existiéramos, como si no fuéramos parte de su vida.

Me armo de valor, busco las palabras perfectas, para que no te des cuenta que, por dentro, estoy como un flan recién hecho; respiro profundamente, te miro a los ojos… y en el momento justo que voy a abrir la boca, me interrumpes y eres tú quien habla:

LA ESPERANZA -¡Hola!

YO (el amor) –¡Hola!

ELLA -¿Qué tal?, ¿qué tal te ha tratado la gente?

YO -Bien; cuánto tiempo ¿no?, la gente no me trata, solo me usa y luego me desprecia cuando descubren el sufrimiento; a ti por lo que veo te han tratado muy bien.

ELLA –No me quejo la verdad, pero ¿mucho tiempo?, si siempre estamos juntos.

“Ya no aguanto más, tengo que preguntárselo”

YO -¿Por qué me abandonas?, cuando la gente está triste, cuando yo más te necesito. ¡Eh, contesta, no bajes la mirada!.

ELLA –Pero, ¿cómo puedes decir eso, amor?, yo no te abandono, y menos aún cuando tu más me necesitas. Sigo a tu lado, como siempre, pero cuando la gente está triste y sufre, es el amor, lo que les da esperanza.

Tras oír esas palabras me sentí avergonzado por mis dudas y más aún, por mis sentimientos.

YO –Estaba ciego, mi rabia no me dejaba ver que siempre estás ahí, amiga. Que cuando un corazón siente amargura, “tu formas parte de mi”, perdóname.

ELLA –¡Cómo no te voy a perdonar, sin amor no hay esperanza!

*Moraleja:

“El amor, es locura, pero cuando hay amargura es esperanza pura”

Jezabel Luguera González ©
Octubre 2010